Pues he estado revisando unos textos viejos y..., resulta que tengo varias historias de gatos.
¡¡¡No podían faltarme!!! ¿No creen?
¡Si he tenido gatos toda mi vida!
Y han sido siempre para mí, como para Tezcatlipoca, mi nahualli; o nahual, dirían los toltecas; nagual dicen otras etnias mesoamericanas; mi tona, dirían los zoques; los mayas de Guatemala lo escriben nawal; o mi tótem, dirían los amerindios en lengua algonquina (Canadá, USA y Alaska); o, como sea, según la cultura de que hablemos. Jajajajaja
¡¡¡No podían faltarme!!! ¿No creen?
¡Si he tenido gatos toda mi vida!
Y han sido siempre para mí, como para Tezcatlipoca, mi nahualli; o nahual, dirían los toltecas; nagual dicen otras etnias mesoamericanas; mi tona, dirían los zoques; los mayas de Guatemala lo escriben nawal; o mi tótem, dirían los amerindios en lengua algonquina (Canadá, USA y Alaska); o, como sea, según la cultura de que hablemos. Jajajajaja
Seguramente saben que la cultura egipcia tuvo entre sus muchos cultos, el culto al gato, allá por el año 2900 A.C., según cuentan los historiadores.
Los antiguos egipcios consideraban a los gatos animales sagrados, íntimamente asociados al concepto de divinidad pues ellos creían que en sus cuerpos anidaba el alma de Bastet, diosa egipcia representada con cuerpo de mujer y cabeza de gato. ¿Y sabían que al ser enterrados los faraones en su tumba era enterrado con ´´el su gato predilecto. Sólo que, como las tumbas tenían siempre algún agujero, el gato lo hallaba y, por allí salía; entonces se decía que era el alma del faraón emergiendo de nuevo a la luz. Se agarraba al gato, se le llevaba cargando en un rico cojín para que presenciase la coronación del nuevo faraón, de tal modo que el que había muerto, estaba presente en la ascensión al poder de su sucesor, de quien sería, a partir de ahora, su consejero y guía, creando con ello una negación al dominio de la muerte.
Según la mitología egipcia, “Ra, quien era el dios del Sol, enfadado con los hombres, envió a la Tierra a su hija, encarnada en Sekmet, una leona muy fiera, a fin de castigarlos. Sin embargo, ésta, enloquecida, provocó una masacre y mató a cientos de egipcios. Ra tuvo entonces que mandar a su guerrero Onuris con la misión de pacificar a Sekmet. Ésta se convirtió en dócil ante las artes de Onuris, y entonces dejó de ser Sekmet, convirtiéndose en Bastet.
La dualidad de la diosa se refleja en su asociación al Sol y la Luna; de modo, que Bastet, asociada al Sol, se representa como una diosa buena y amable, diosa de la música y protectora de la luna, mientras que Sekmet, se asocia a la Luna y representa ese espíritu misterioso e independiente que siempre tienen los gatos”*.
Esta deidad llegó a ser tan querida, dicen, que se le erigieron templos, como el de Bubasti situado cerca de la moderna ciudad de Zaqaziq, en la zona oriental del delta del Nilo. Aquí se estableció el principal centro de culto a esta diosa felina,Bastet o Bast.
Era tal el culto que le rendían, que existe la leyenda de que, en alguna ocasión, al ser atacados por los egipcios, los persas, sabedores del culto de éstos a los gatos, cogieron un buen número de ellos y los utilizaron como escudos ante el ataque. No sabiendo cómo evitar el no hacerles daño a los gatos, los egipcios finalmente, se rindieron.
Pero leyendas aparte, lo cierto es que los gatos tenían, en la práctica, un status social importantísimo, por lo que su muerte se consideraba una tragedia en las familias, hasta el punto de que los dueños del gato que moría, tenían que guardarle luto y raparse las cejas en señal de duelo. Además debían embalsamar al gato muerto y enterrarlo en grandes panteones. Esto es tan cierto como que, a fines del siglo XIX, se descubrió una gran necrópolis en la que habían enterrados cerca de 300.000 gatos momificados. Matar un gato estaba incluso castigado con la pena de muerte ya que, para los egipcios, a través de los ojos de éstos, la diosa Bastet estaba siempre pendiente de los hombres y los protegía de todo mal.
Pues sobre este culto, hay muchas leyendas, y también mucha historia, incluso se dice que en el siglo V A. C., el historiador griego Heródoto realizó una descripción de la ciudad y de los peregrinos que acudían a rendir culto a esta diosa.
Ahora les comparto una de mis historias de gatos. Los he tenido desde mi más tierna infancia y sin duda han sido para mí, un gran placer y compañía. Este prólogo de gatos se ha hecho ya tan largo como el propio cuento, así que, sin más, a’i les va.
Los antiguos egipcios consideraban a los gatos animales sagrados, íntimamente asociados al concepto de divinidad pues ellos creían que en sus cuerpos anidaba el alma de Bastet, diosa egipcia representada con cuerpo de mujer y cabeza de gato. ¿Y sabían que al ser enterrados los faraones en su tumba era enterrado con ´´el su gato predilecto. Sólo que, como las tumbas tenían siempre algún agujero, el gato lo hallaba y, por allí salía; entonces se decía que era el alma del faraón emergiendo de nuevo a la luz. Se agarraba al gato, se le llevaba cargando en un rico cojín para que presenciase la coronación del nuevo faraón, de tal modo que el que había muerto, estaba presente en la ascensión al poder de su sucesor, de quien sería, a partir de ahora, su consejero y guía, creando con ello una negación al dominio de la muerte.
Según la mitología egipcia, “Ra, quien era el dios del Sol, enfadado con los hombres, envió a la Tierra a su hija, encarnada en Sekmet, una leona muy fiera, a fin de castigarlos. Sin embargo, ésta, enloquecida, provocó una masacre y mató a cientos de egipcios. Ra tuvo entonces que mandar a su guerrero Onuris con la misión de pacificar a Sekmet. Ésta se convirtió en dócil ante las artes de Onuris, y entonces dejó de ser Sekmet, convirtiéndose en Bastet.
La dualidad de la diosa se refleja en su asociación al Sol y la Luna; de modo, que Bastet, asociada al Sol, se representa como una diosa buena y amable, diosa de la música y protectora de la luna, mientras que Sekmet, se asocia a la Luna y representa ese espíritu misterioso e independiente que siempre tienen los gatos”*.
Esta deidad llegó a ser tan querida, dicen, que se le erigieron templos, como el de Bubasti situado cerca de la moderna ciudad de Zaqaziq, en la zona oriental del delta del Nilo. Aquí se estableció el principal centro de culto a esta diosa felina,Bastet o Bast.
Era tal el culto que le rendían, que existe la leyenda de que, en alguna ocasión, al ser atacados por los egipcios, los persas, sabedores del culto de éstos a los gatos, cogieron un buen número de ellos y los utilizaron como escudos ante el ataque. No sabiendo cómo evitar el no hacerles daño a los gatos, los egipcios finalmente, se rindieron.
Pero leyendas aparte, lo cierto es que los gatos tenían, en la práctica, un status social importantísimo, por lo que su muerte se consideraba una tragedia en las familias, hasta el punto de que los dueños del gato que moría, tenían que guardarle luto y raparse las cejas en señal de duelo. Además debían embalsamar al gato muerto y enterrarlo en grandes panteones. Esto es tan cierto como que, a fines del siglo XIX, se descubrió una gran necrópolis en la que habían enterrados cerca de 300.000 gatos momificados. Matar un gato estaba incluso castigado con la pena de muerte ya que, para los egipcios, a través de los ojos de éstos, la diosa Bastet estaba siempre pendiente de los hombres y los protegía de todo mal.
Pues sobre este culto, hay muchas leyendas, y también mucha historia, incluso se dice que en el siglo V A. C., el historiador griego Heródoto realizó una descripción de la ciudad y de los peregrinos que acudían a rendir culto a esta diosa.
Ahora les comparto una de mis historias de gatos. Los he tenido desde mi más tierna infancia y sin duda han sido para mí, un gran placer y compañía. Este prólogo de gatos se ha hecho ya tan largo como el propio cuento, así que, sin más, a’i les va.
“Blacky” 
Blacky era una belleza de cuerpo esbelto y flexible, de sedoso y brillante pelo corto de color negro, negrísimo. Desde la punta de la nariz a la punta de la cola no había un solo pelo de otro color; su piel sedosa parecía un terciopelo vivo que se estiraba y se contraía a capricho de su dueña.

Blacky era una belleza de cuerpo esbelto y flexible, de sedoso y brillante pelo corto de color negro, negrísimo. Desde la punta de la nariz a la punta de la cola no había un solo pelo de otro color; su piel sedosa parecía un terciopelo vivo que se estiraba y se contraía a capricho de su dueña.


Sus jóvenes ojos se adornaban con un iris de refulgente color verde, dorado, o ámbar, según la hora del día, la cantidad de luz en la habitación, el humor o la actividad que desarrollara la gata en el momento. Sus negras pupilas podían ser una finísima línea rodeada de rayos dorados en el centro mismo del verdísimo iris de sus ojos o, si sus necesidades así lo requerían, podían dilatarse por completo hasta cubrir todo el iris, dándole entonces una expresión mágica: Una gata negra con los ojos negros, analíticos y vivaces, hipnóticos, como un animal salvaje en plena selva.
Vivió casi cuatro años conmigo.
Diana, mi sobrina, la trajo de Tuxtla Gutiérrez buscándole un hogar. La había encontrado abandonada en las calles cercanas al departamento que compartía con sus hermanos y, como casi todas las mujeres de esta familia, no resistió el llanto del gatito abandonado; tampoco pudo sustraerse al encanto de sus iris verde-dorado. La tuvo unos días en su departamento de estudiante. Luego se la dio a su tía Margot quien, no obstante su amor a los gatos, luego de un par de meses decidió que podía resultar peligroso para su bebé próximo a nacer, por lo que se lo regresó a Diana y ella, recordando la plácida vida de su gatita Shanon y su gato Dito en Ixtepec, pensó que tener al animalito siempre encerrado en un departamento, no era la vida ideal para un animal tan libre como el gato.
De esa manera, la siguiente ocasión que vino a Ixtepec, envolvió a Blacky en una toalla y, subió con ella al autobús. La abrazó todo el camino durante las aproximadamente cinco horas que duró el viaje. Estaba ilusionada con hallarle un buen hogar entre sus tías. Así que un día de octubre del año 2001, me llamó y dijo:
-Tía, traje un gatito de Tuxtla, le estoy buscando hogar. -Es negro, muy negro, parece una panterita.-
Para mí y para la gatita el destino estaba marcado desde el momento en que nos vimos. Yo sentí el hechizo que siempre han ejercido en mi ánimo los gatos, sumado a la fascinación increíble de aquel animal que simulaba una diminuta pantera. Me miraba asustada, con ese brillo extraordinario de sus ojos felinos que, parecía como si estuviéramos en medio de la jungla: ella a punto de atacarme desde lo alto de un árbol y yo, cómplice fascinada, dispuesta a recibir el ataque con tal de seguir observando de cerca su belleza.
Cuando tuve entre mis brazos esa maravilla, en mis oídos resonó la voz de mi madre: -“Dios hizo al gato para darle al hombre el placer de acariciar al tigre”. Por supuesto, enseguida fue mía y, en el colmo de mi mala imaginación para ponerle nombre a mis mascotas, la llamé “Blacky”. Con el paso de los días me felicité por haberle puesto un nombre tan ambiguo, pues me di cuenta que era una gatita y no un gatito. Por su tamaño y su conducta, deduje que debía tener como seis meses de edad cuando llegó.
Se apegó por completo a mí porque en esos momentos había otro gato en la casa, un macho atigrado a quien, con mi consabida imaginación llamaba simplemente “Tigro” y, al ser ella “la nueva”, el gato sintió invadido su territorio, así que la atacaba en cuanto la veía. Yo regañaba al gato y cargaba a Blacky para hacerla sentir a salvo. En los primeros días le puse su platito con whiskas en mi baño y, se acostumbró tanto a mi protección que no dormía si no era dentro de mi recámara, y siempre en un sitio desde donde pudiera mirarme bien. Si me paraba a media noche para ir a tomar agua o si iba al baño, me seguía con la mirada llena de angustia y no dormía hasta que yo regresaba a mi lugar en la cama. Sin embargo, como había que integrarla a la vida en toda la casa, empecé a sacarla a la sala, a la cocina y hasta al patio; al principio cargándola para que no entrara en pánico por el gato o por Fido.
Sorprendentemente hizo una rápida y duradera amistad con Fido; jugaba con él y, hasta su muerte, el perro fue su amigo y protector. Con el gato en cambio, siempre tuvo problemas y parecía que lo despreciaba olímpicamente. Sí, de verdad, su conducta con él siempre fue como de incomprensión y desprecio. Parecía considerarlo algo indigno de su atención y de una conducta tan ruin y despreciable que no había que tomarlo en cuenta. Y es que el Tigro empezó a orinar la casa, (algo que nunca hizo Blacky en toda su vida), porque andaba “marcando su territorio” ahora que lo veía invadido por ella.
Pero además estaba el asunto de los “modales”. Cuando ella dejó de comer en mi baño y se le servía su comida en la cocina en el mismo plato que a Tigro, éste se abalanzaba hacia la comida como león hambriento, gruñendo y farfullando cosas ininteligibles es su lengua de gato. Se volvía a mirarla, agresivo y retador. Ella lo observaba con desprecio y, mientras el gato se atragantaba con desesperación, ella lo miraba a muy corta distancia con un gesto que, a todos los que la vimos, nos pareció siempre de auténtico asco ante esa conducta despreciable.
Blacky nunca se abalanzó sobre la comida, nunca gruñó ni peleó por su ración, siempre esperó con toda calma su turno y, cuando Tigro se cansaba y se iba, ella se acercaba con exquisitez y como toda una dama, comía sin engullir, masticando despacio y delicadamente, luego se volvía a mirarnos como agradeciendo y, con finura y distinción se alejaba caminando.
Al poco tiempo ya andaban los gatos del rumbo cantándole escandalosas serenatas en las bardas y en el patio, mientras Tigro peleaba encarnizadamente con todos y Fido se desbarataba en ladridos y persecuciones inocuas tratando de resguardar la honra de la casa.
Fue por este tiempo que desapareció el Tigro. Solía tener este tipo de desapariciones cíclicas pero, invariablemente reaparecía todo flaco y maltrecho por las garras del amor. Sólo que en una de tantas, no regresó. Blacky le maulló unos días por escondrijos y rincones pero, como ya andaba un gato pardo, esquelético y con pinta de rey de todas las vagancias, rondando la casa a todas horas, se dejó seducir por los desaforados maullidos y, como suele suceder en estos eventos, de repente me percaté que mi panterita “engordaba” y, un día cualquiera, parió cuatro gatitos.
Los gatitos crecieron y mis hijos y yo disfrutamos como nunca observando sus juegos y piruetas de cachorritos. Incansables, traviesos, juguetones, hermosos. Cuando ya comían de todo y estaban bien entrenados para hacer sus necesidades en el arenero, puse en la reja de la casa un anuncio ofreciendo gatitos y otro más en casa de mi mamá: “Regalo gatitos a quien los quiera y esté dispuesto a alimentarlos y cuidarlos”.
La misma historia se repitió, casi idéntica, unas 4 ó 5 veces a lo largo de más de más de tres años. Así, la última vez que Blacky tuvo una camada de gatitos en esta casa, lo hizo en los inicios del año 2005.
Esta vez los gatitos fueron cinco y hubo de todos colores y sabores: dos eran unos bellos siamesitos de ojos azules y característico color capuchino con mascarita, patas, y cola negra. Esos se los llevó Memo, un primo de mis hijos. También hubo un gatito blanco de manchas amarillas y negras que parecía una cruza de angora pues era de pelaje más largo que el resto de la camada, se lo llevó la niña de una vecina.
Vivió casi cuatro años conmigo.
Diana, mi sobrina, la trajo de Tuxtla Gutiérrez buscándole un hogar. La había encontrado abandonada en las calles cercanas al departamento que compartía con sus hermanos y, como casi todas las mujeres de esta familia, no resistió el llanto del gatito abandonado; tampoco pudo sustraerse al encanto de sus iris verde-dorado. La tuvo unos días en su departamento de estudiante. Luego se la dio a su tía Margot quien, no obstante su amor a los gatos, luego de un par de meses decidió que podía resultar peligroso para su bebé próximo a nacer, por lo que se lo regresó a Diana y ella, recordando la plácida vida de su gatita Shanon y su gato Dito en Ixtepec, pensó que tener al animalito siempre encerrado en un departamento, no era la vida ideal para un animal tan libre como el gato.
De esa manera, la siguiente ocasión que vino a Ixtepec, envolvió a Blacky en una toalla y, subió con ella al autobús. La abrazó todo el camino durante las aproximadamente cinco horas que duró el viaje. Estaba ilusionada con hallarle un buen hogar entre sus tías. Así que un día de octubre del año 2001, me llamó y dijo:
-Tía, traje un gatito de Tuxtla, le estoy buscando hogar. -Es negro, muy negro, parece una panterita.-
Para mí y para la gatita el destino estaba marcado desde el momento en que nos vimos. Yo sentí el hechizo que siempre han ejercido en mi ánimo los gatos, sumado a la fascinación increíble de aquel animal que simulaba una diminuta pantera. Me miraba asustada, con ese brillo extraordinario de sus ojos felinos que, parecía como si estuviéramos en medio de la jungla: ella a punto de atacarme desde lo alto de un árbol y yo, cómplice fascinada, dispuesta a recibir el ataque con tal de seguir observando de cerca su belleza.
Cuando tuve entre mis brazos esa maravilla, en mis oídos resonó la voz de mi madre: -“Dios hizo al gato para darle al hombre el placer de acariciar al tigre”. Por supuesto, enseguida fue mía y, en el colmo de mi mala imaginación para ponerle nombre a mis mascotas, la llamé “Blacky”. Con el paso de los días me felicité por haberle puesto un nombre tan ambiguo, pues me di cuenta que era una gatita y no un gatito. Por su tamaño y su conducta, deduje que debía tener como seis meses de edad cuando llegó.
Se apegó por completo a mí porque en esos momentos había otro gato en la casa, un macho atigrado a quien, con mi consabida imaginación llamaba simplemente “Tigro” y, al ser ella “la nueva”, el gato sintió invadido su territorio, así que la atacaba en cuanto la veía. Yo regañaba al gato y cargaba a Blacky para hacerla sentir a salvo. En los primeros días le puse su platito con whiskas en mi baño y, se acostumbró tanto a mi protección que no dormía si no era dentro de mi recámara, y siempre en un sitio desde donde pudiera mirarme bien. Si me paraba a media noche para ir a tomar agua o si iba al baño, me seguía con la mirada llena de angustia y no dormía hasta que yo regresaba a mi lugar en la cama. Sin embargo, como había que integrarla a la vida en toda la casa, empecé a sacarla a la sala, a la cocina y hasta al patio; al principio cargándola para que no entrara en pánico por el gato o por Fido.
Sorprendentemente hizo una rápida y duradera amistad con Fido; jugaba con él y, hasta su muerte, el perro fue su amigo y protector. Con el gato en cambio, siempre tuvo problemas y parecía que lo despreciaba olímpicamente. Sí, de verdad, su conducta con él siempre fue como de incomprensión y desprecio. Parecía considerarlo algo indigno de su atención y de una conducta tan ruin y despreciable que no había que tomarlo en cuenta. Y es que el Tigro empezó a orinar la casa, (algo que nunca hizo Blacky en toda su vida), porque andaba “marcando su territorio” ahora que lo veía invadido por ella.
Pero además estaba el asunto de los “modales”. Cuando ella dejó de comer en mi baño y se le servía su comida en la cocina en el mismo plato que a Tigro, éste se abalanzaba hacia la comida como león hambriento, gruñendo y farfullando cosas ininteligibles es su lengua de gato. Se volvía a mirarla, agresivo y retador. Ella lo observaba con desprecio y, mientras el gato se atragantaba con desesperación, ella lo miraba a muy corta distancia con un gesto que, a todos los que la vimos, nos pareció siempre de auténtico asco ante esa conducta despreciable.
Blacky nunca se abalanzó sobre la comida, nunca gruñó ni peleó por su ración, siempre esperó con toda calma su turno y, cuando Tigro se cansaba y se iba, ella se acercaba con exquisitez y como toda una dama, comía sin engullir, masticando despacio y delicadamente, luego se volvía a mirarnos como agradeciendo y, con finura y distinción se alejaba caminando.
Al poco tiempo ya andaban los gatos del rumbo cantándole escandalosas serenatas en las bardas y en el patio, mientras Tigro peleaba encarnizadamente con todos y Fido se desbarataba en ladridos y persecuciones inocuas tratando de resguardar la honra de la casa.
Fue por este tiempo que desapareció el Tigro. Solía tener este tipo de desapariciones cíclicas pero, invariablemente reaparecía todo flaco y maltrecho por las garras del amor. Sólo que en una de tantas, no regresó. Blacky le maulló unos días por escondrijos y rincones pero, como ya andaba un gato pardo, esquelético y con pinta de rey de todas las vagancias, rondando la casa a todas horas, se dejó seducir por los desaforados maullidos y, como suele suceder en estos eventos, de repente me percaté que mi panterita “engordaba” y, un día cualquiera, parió cuatro gatitos.
Los gatitos crecieron y mis hijos y yo disfrutamos como nunca observando sus juegos y piruetas de cachorritos. Incansables, traviesos, juguetones, hermosos. Cuando ya comían de todo y estaban bien entrenados para hacer sus necesidades en el arenero, puse en la reja de la casa un anuncio ofreciendo gatitos y otro más en casa de mi mamá: “Regalo gatitos a quien los quiera y esté dispuesto a alimentarlos y cuidarlos”.
La misma historia se repitió, casi idéntica, unas 4 ó 5 veces a lo largo de más de más de tres años. Así, la última vez que Blacky tuvo una camada de gatitos en esta casa, lo hizo en los inicios del año 2005.

De modo que, de repente, sólo quedaron dos que, para mí, eran los más listos, cariñosos y bonitos: un gatito negro con pechera y patitas blancas a quien yo llamaba “Botitas”. Y una pequeña pardita, la única hembra del grupo, medio atigrada y de ojos verde esmeralda, a quien yo distinguía de sus hermanos diciéndole “Minunina”. Botitas y Nina, como ahora llamaba a la pequeña, se quedaron juntos hasta el final y no se separaban en ningún momento. Un fin de semana vino mi hermana Laura, los vio, los cargó, se encantó con ellos y, me los pidió. Así que al irse Laura de regreso a Tuxtla Gutiérrez, ya era dueña de un par de bellos mininos. Blacky lloró a sus hijos varios días y, como en su dolor comió menos que nunca, pronto estaba toda flaca y parecía que nunca se iba a recuperar. Sólo que, una semana después, Laura regresó los gatitos porque Luis, su hijo, resultó alérgico a su pelo y, aunque ella adora a los gatos, tener los en su casa se le volvió algo prohibitivo. Creí que Blacky los recibiría como al hijo pródigo del relato bíblico, pero no fue así, al verlos se erizó toda, les gruñó, lanzó una serie de bufidos y no permitió que se le acercaran. Los gatitos, asustados a más no poder por haber sido cambiados de hábitat 2 veces tan seguidas, huyeron al patio y se refugiaron bajo la camioneta blanca, donde se mantenían a salvo de su agresiva madre, de Fido y, también de nosotros. Nos agachábamos a llamarlos y tratar de meterlos a la casa, pero desaparecían por completo de nuestra vista en las entrañas de la camioneta. Ésta se volvió su refugio común por un tiempo, les poníamos whiskas y agua y, de repente los veíamos jugando entre las plantas del jardín animadamente. Nos dimos cuenta que estaban bien y eran felices porque la pasaban bien juntos. 
De esta manera pasaron los días, hasta que una mañana en que íbamos a salir a la playa, le dije a uno de mis hijos que sacara la camioneta para llevarla a cargar combustible. Siempre que esto se hacía, uno de nosotros checaba que los gatitos estuvieran a salvo en otro lado y no se fueran a meter bajo las llantas mientras el vehículo se movía. Blandina dijo entonces: -“Ya te puedes mover, los gatitos salieron hace un rato y andan corriendo allí en la jardinera del mango”. Mi hijo entonces, con confianza encendió el motor y, al instante “botitas” cayó al piso triturado por el giro violento de la flecha. Lo levantaron rápidamente pero, ya no se podía hacer nada. Desde la orilla de la jardinera Minunina veía todo con los ojos desorbitados. Los niños enterraron enseguida al gatito muerto en el fondo del patio, sin decir nada para evitarme la pena de verlo y echarme a perder el ánimo y el paseo de ese día. Llevaron a Minunina adentro de la casa y, a nuestro regreso del mar yo buscaba al par de michitos para darles de comer. Al no encontrar a Botitas, le pedí a los niños su ayuda y, entonces me relataron los trágicos incidentes de la mañana.
Con los días la gatita, sola y triste sin su hermanito, se obsesionaba más y más con acercarse a su madre. La vigilaba y esperaba a que ésta se durmiera, entonces, con el mayor de los sigilos, se acercaba y, tratando de no ser descubierta, se acurrucaba junto a ella. Pero como la madre aún tenía leche, comenzaba a mamar mientras ronroneaba con auténtico placer. Blacky se despertaba y, gruñendo le lanzaba un zarpazo mientras la mordía furiosamente, castigando su osadía. A pesar de la agresión, Nina seguía a su madre por toda la casa. A veces, alguno de nosotros, compadecidos de la chiquita, deteníamos a Blacky y le poníamos a su hija al lado. Entonces la madre corría hacia la puerta y huía al patio, a los árboles o a las bardas, dejando a la pequeñita desconsolada y triste. Fueron muchos días así. Blacky huyendo y Nina esperando que su madre volviera a estar a su alcance para, de nuevo, intentar acercársele.
Pero ella prefería quedarse en el patio para no ver de nuevo a Minunina.
Llegó el tiempo en que ya no entraba a la casa para nada. Todos estábamos sorprendidos de esta conducta que nunca habíamos visto en una gata.
Blacky se autoexilió del interior de la casa y, si yo intentaba agarrarla en el patio, corría hacia las bardas desapareciendo por el resto del día.
En ese tiempo comenzaron a construir una casa en el terreno que queda atrás de nosotros, hacia el norte. El verano iniciaba cálido y alborotador y los días de lluvia se alternaban con sofocantes calores. Durante el día se escuchaba el trajín de los trabajadores hasta caer la tarde en que la calma y el silencio regresaban. Pues de allí atrás veíamos regresar a Blacky en las mañanas, a la hora que llegaban los albañiles y sus peones y se iniciaba la labor del día en esa construcción. Entendí que, en su afán de no entrar a la casa, buscaba guarecerse del agua en la incipiente construcción. Así sucedió por varias semanas.
Yo, sin mi Blacky, me concentré en consolar a Minunina, a quien llamaba algunas veces sólo “Nina”, otras “Minuna” y, a veces “Nuní”. Ambas habíamos sido abandonadas por Blacky.
Me consolaba ver que todos los días Blacky volvía al patio buscando su plato de alimento, que pusimos en alto para que no lo alcanzara Fido y que nunca dejó de estar lleno para ella. Metida en la rutina del trabajo, dejé de intentar hacerla entrar a la casa porque se volvía algo muy estresante para ella y, simplemente no me lo permitió nunca más.
Así pasaron semanas y, un día le dije a Blandina: -“No he visto a Blacky desde hace más de una semana y veo que su plato sigue con alimento”. –“tú que andas aquí en el patio barriendo y trajinando todos los días ¿la has visto?”
–“No Doña Flor, precisamente le quería decir que ya tiene varios días que no la veo y, la última vez que la escuché se oyeron sus chillidos allí junto, una mañana como a la hora en que llegan los albañiles. La oí y pensé que iba a venir corriendo pero ya no vino nunca; y no la he vuelto a ver desde entonces”.
A pesar de todo esperé y esperé con la ilusión puesta en las múltiples vidas de un gato. Sólo que, al parecer, a Blacky se le había agotado la suerte. Mi hermosa panterita se eclipsó en el misterio de los días de junio.

De esta manera pasaron los días, hasta que una mañana en que íbamos a salir a la playa, le dije a uno de mis hijos que sacara la camioneta para llevarla a cargar combustible. Siempre que esto se hacía, uno de nosotros checaba que los gatitos estuvieran a salvo en otro lado y no se fueran a meter bajo las llantas mientras el vehículo se movía. Blandina dijo entonces: -“Ya te puedes mover, los gatitos salieron hace un rato y andan corriendo allí en la jardinera del mango”. Mi hijo entonces, con confianza encendió el motor y, al instante “botitas” cayó al piso triturado por el giro violento de la flecha. Lo levantaron rápidamente pero, ya no se podía hacer nada. Desde la orilla de la jardinera Minunina veía todo con los ojos desorbitados. Los niños enterraron enseguida al gatito muerto en el fondo del patio, sin decir nada para evitarme la pena de verlo y echarme a perder el ánimo y el paseo de ese día. Llevaron a Minunina adentro de la casa y, a nuestro regreso del mar yo buscaba al par de michitos para darles de comer. Al no encontrar a Botitas, le pedí a los niños su ayuda y, entonces me relataron los trágicos incidentes de la mañana.
Con los días la gatita, sola y triste sin su hermanito, se obsesionaba más y más con acercarse a su madre. La vigilaba y esperaba a que ésta se durmiera, entonces, con el mayor de los sigilos, se acercaba y, tratando de no ser descubierta, se acurrucaba junto a ella. Pero como la madre aún tenía leche, comenzaba a mamar mientras ronroneaba con auténtico placer. Blacky se despertaba y, gruñendo le lanzaba un zarpazo mientras la mordía furiosamente, castigando su osadía. A pesar de la agresión, Nina seguía a su madre por toda la casa. A veces, alguno de nosotros, compadecidos de la chiquita, deteníamos a Blacky y le poníamos a su hija al lado. Entonces la madre corría hacia la puerta y huía al patio, a los árboles o a las bardas, dejando a la pequeñita desconsolada y triste. Fueron muchos días así. Blacky huyendo y Nina esperando que su madre volviera a estar a su alcance para, de nuevo, intentar acercársele.
Pero ella prefería quedarse en el patio para no ver de nuevo a Minunina.
Llegó el tiempo en que ya no entraba a la casa para nada. Todos estábamos sorprendidos de esta conducta que nunca habíamos visto en una gata.
Blacky se autoexilió del interior de la casa y, si yo intentaba agarrarla en el patio, corría hacia las bardas desapareciendo por el resto del día.
En ese tiempo comenzaron a construir una casa en el terreno que queda atrás de nosotros, hacia el norte. El verano iniciaba cálido y alborotador y los días de lluvia se alternaban con sofocantes calores. Durante el día se escuchaba el trajín de los trabajadores hasta caer la tarde en que la calma y el silencio regresaban. Pues de allí atrás veíamos regresar a Blacky en las mañanas, a la hora que llegaban los albañiles y sus peones y se iniciaba la labor del día en esa construcción. Entendí que, en su afán de no entrar a la casa, buscaba guarecerse del agua en la incipiente construcción. Así sucedió por varias semanas.
Yo, sin mi Blacky, me concentré en consolar a Minunina, a quien llamaba algunas veces sólo “Nina”, otras “Minuna” y, a veces “Nuní”. Ambas habíamos sido abandonadas por Blacky.
Me consolaba ver que todos los días Blacky volvía al patio buscando su plato de alimento, que pusimos en alto para que no lo alcanzara Fido y que nunca dejó de estar lleno para ella. Metida en la rutina del trabajo, dejé de intentar hacerla entrar a la casa porque se volvía algo muy estresante para ella y, simplemente no me lo permitió nunca más.
Así pasaron semanas y, un día le dije a Blandina: -“No he visto a Blacky desde hace más de una semana y veo que su plato sigue con alimento”. –“tú que andas aquí en el patio barriendo y trajinando todos los días ¿la has visto?”
–“No Doña Flor, precisamente le quería decir que ya tiene varios días que no la veo y, la última vez que la escuché se oyeron sus chillidos allí junto, una mañana como a la hora en que llegan los albañiles. La oí y pensé que iba a venir corriendo pero ya no vino nunca; y no la he vuelto a ver desde entonces”.
A pesar de todo esperé y esperé con la ilusión puesta en las múltiples vidas de un gato. Sólo que, al parecer, a Blacky se le había agotado la suerte. Mi hermosa panterita se eclipsó en el misterio de los días de junio.
Llegó inesperadamente y, en el velo de lo imprevisible, desapareció con su exótica, fantástica, apabullante belleza felina.

Aún ahora no dejo de pensar que no se fue porque me abandonara.
Analizando fríamente los hechos, y con mis escasos conocimientos de la naturaleza humana deduzco que, todos los días, al llegar los albañiles a su diaria jornada, veían un gato negro salir de entre los muros que crecían día con día; quizá ella se arrellanaba entre sus ropas de trabajo, acostumbrada como estaba a dormir en el sofá. La ignorancia y la maldad, la superstición pueblerina, fueron la suma que selló el destino de mi hermosa Blacky. Los chillidos que escuchó Blandina, seguramente fueron su lucha final con la muerte.
Antes se había ido por sí misma, pero esta vez no se fue de mi vida por voluntad propia; aunque dejarme en herencia a su gatita sí fue su decisión. Y yo, con placer, acepté su regalo y, desde entonces, me hice cargo de Minunina. FIN.

Junio de 2009.

Aún ahora no dejo de pensar que no se fue porque me abandonara.
Analizando fríamente los hechos, y con mis escasos conocimientos de la naturaleza humana deduzco que, todos los días, al llegar los albañiles a su diaria jornada, veían un gato negro salir de entre los muros que crecían día con día; quizá ella se arrellanaba entre sus ropas de trabajo, acostumbrada como estaba a dormir en el sofá. La ignorancia y la maldad, la superstición pueblerina, fueron la suma que selló el destino de mi hermosa Blacky. Los chillidos que escuchó Blandina, seguramente fueron su lucha final con la muerte.
Antes se había ido por sí misma, pero esta vez no se fue de mi vida por voluntad propia; aunque dejarme en herencia a su gatita sí fue su decisión. Y yo, con placer, acepté su regalo y, desde entonces, me hice cargo de Minunina. FIN.

Junio de 2009.
5 comentarios:
ayyyyyyyyyy monina!!!
la gatita negra!!! es merecido que la recordemos, fue una buena gatita consentida!!!
me gustó mucho tu narración.
gracias por darnos a los gatitos como un regalo que sabemos apreciar, cuidar y disfrutar.
te amo!
Vale,esa pandilla de gatos realmente fue una cosa de generaciones, qué curioso cómo ponerse a narrarlos, como tú sabes, parece detallar a la gente.
Por otra parte, deben ser saldadas cuentas con aquel tigre. Ese bicho era todo lo que sólo a ciertos tipos o caracteres humanos puede agradar de un animal: hostilidad, poca paciencia ante la impertinencia, seriedad, carácter fuerte, y una capacidad de querer casi más intelectual que intuitiva. Qué personalidad del animalejo, genial.
Me encantó tu historia de gatos, pero estuvo muy triste el final, por qué debía morir esa gata.Verdad que la gente puede ser muy mala o tonta, o las dos cosas. Perdón pero son verídicas tus historias o sólo tienes imaginación muy creativa. Estuvo muy bien, felicidades.Bien por ti amiga
Qué chido es ver que la gente común escriba historias de sus vivencias,y muy chido que te gusten los gatos, yo los amo, son animales sensibles, inteligentes y buena compañía para uno solo. Buen cuento, con final imprevisto.
Profa, creí que le gustaban más los perros! Por los pequeñitos esos que tiene en su casa jajajaja! ¡XD esos se han de comer vivo a cualquier gato, no.
Escribe muy padre profa. como todo lo que usted hace.Como sus clases inolvidables para nosotros. La extrañamos mucho profa. por qué no regresó a darnos clases, qué privilegio tienen los de primero? Por lo menos ahora ya la vemos en la escuela, eso nos alegra el día.
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