miércoles, septiembre 30, 2009

El Caobo y yo

“El Caobo y yo”

Hoy estuve a la sombra de aquel viejo caobo de mi infancia. No es que no lo haya visto en tantos años, es que de tanto verlo había olvidado que él y yo hemos tenido tanta historia. Pero este mediodía me acerqué hasta su piel rugosa y hosca y al sentir su corteza mi memoria revivió como un haz infinito de luz del mediodía, la imagen de mí misma en otra vida.

La niñez rediviva se asomó a mis pupilas con la luz del amor y la nostalgia. Esa niña que fui y esos hermanos que compartieron conmigo el pan, la vida, el amor fraternal y los momentos tan queridos de una infancia feliz, de aquella vida donde niños de todas las edades jugábamos cien juegos diferentes, cien historias, mil risas y un millón de recuerdos inasibles y frescos, tan queridos como aquellas mañanas otoñales en que el viento agitaba las ramas del caobo y una lluvia de ramas y perones, nos caía desde el árbol de los juegos.

Al mirar el caobo es siempre inevitable, ver escenas ya idas. Recordé a mis hermanos. Tantos niños y niñas jugamos a su sombra, felices y cargados de energía, de unas ganas inmensas de vivir aventuras, emocionantes viajes y fantásticos rumbos que la vida tomaría con nosotros.

Vi a David, a Rebeca; a Beto lidereando nuestros juegos, Jorge y Laura, ¡Ay mi Dios! Vi a mi pequeño Sergio jugando junto al árbol esa última tarde de su vida que marcó para siempre la mía y la de muchos de esta casa. Lo vi tan claro como aquella mañana de domingo en que fuimos al templo y, al volver, junto al árbol querido de caobo, Sergio empezó a crearse un ojo de agua, un limpio manantial corriendo libre entre piedras y arena, sobre un cauce tortuoso que las manos de un niño-Dios construían a su antojo, recreando el paisaje conocido y dilecto de mi niño. Luego vino la tarde y una sombra siniestra se extendía alrededor de aquellas tiernas almas infantiles.

Hoy contemplo esa sombra en nuestro árbol, sus raíces salidas, su gran cuerpo inclinándose, vencido por la fuerza de Eolo, su frondosísima copa ya mermada por las talas, el viento, por los años. Una planta parásita le brota y crece y crece succionando su vida. Las hormigas, el comején, los pájaros que llaman carpinteros, todo merma su belleza y su vida que son la misma cosa.

Mi caobo rebasa el medio siglo y su memoria de árbol ha guardado retazos de pisadas y risas de los niños, de los juegos osados entre sus altas ramas. Él recuerda a los niños de otra vida, y a los otros que siguieron a aquellos y después, a los otros.

Entre sus nobles ramas ha guardado paisajes hogareños, familiares imágenes de una vida que fue, de aquella vida que yo conservo intacta en mi memoria.

Mi caobo nos vio todos los días, en su sabia guardó nuestros juegos sin fin, nuestros esparcimientos de la infancia. A través de la lluvia, de los años que vienen y se van como la vida misma: tanto viento, tantas hojas cayendo en el otoño, tantos inviernos aguantando el frío y cada renovada primavera contemplar aquel verde que renace con la simple esperanza de mirar otro año que se aleja, con la sencilla vida de los pájaros que vuelven a sus nidos; unas hojas se van y otras regresan, como en una parodia de la vida que él ha visto pasar bajo su sombra.

Viejo caobo de mis días de niña. Qué sueñas mientras llega la mañana en que tu sombra bienechora no detenga los rayos de la aurora o del candente sol del mediodía.

Qué debiera decirte al despedirme si mi tiempo mortal es como el tuyo. Qué puedo hacer por ti, si tu vida y la mía van ligadas y tu final se acerca lo mismo que mi adiós definitivo.

Gracias noble caobo, bello árbol frondoso de la infancia. No sé decirte adiós, me siento traicionera porque yo no te dado mas que la indiferencia de los años, en cambio tú me diste ese tiempo de gracia que pasé entre tus ramas, que era casi como subirse al cielo y ver el mundo abajo y sentir a las aves mis hermanas y a las nubes cambiando su tamaño y su forma, simulando los sueños de los hombres que nacen y se acaban al instante para formarse nuevamente otros y otros y así, hasta el infinito. FIN

martes, septiembre 08, 2009

"Filosofía Infantil", Un cuento veraniego

“ FILOSOFÍA INFANTIL ” (Un cuento veraniego)

La primavera apuntaba a su fin, los días de viento eran cada vez menos y el calor comenzaba su natural crescendo que ha de desembocar en los consabidos días de lluviaveraniega. Me sentía muy bien esa tarde de junio. Tranquila y satisfecha de mi vida, casi podría asegurar que feliz... Me senté a mirar a los niños jugando por el patio, alternaron los juegos unas tres o cuatro veces.Habían empezado la tarde jugando a declararse la guerra, -Declaro la guerra en contra de mi peor enemigo que es...”;con un trozo de cal habían pintado su redondel para pisar conforme les tocara gritar: -“¡stop!”.

Luego la guerra tomó un cariz diferente cuando descubrieron que el viento había tirado una gran cantidad de ramitas secas del añejo caobo que cabecea sobre nosotros y que sombrea casi todo el patio. Con sus improvisadas armas de madera se perseguían unos a otros con extraños disparos aislados: “¡puumm!”, “¡baamm!” y hasta impresionantes ráfagas del tipo “tatatatatatatá tatatatatatatá”.

Más tarde, esas asechanzas a tiros derivaron en la persecución en equipos de “Los encantados”, con “base”, “salvación para todos mis amigos” y toda esa cosa mágica tan propia de la infancia que crece libre y feliz en la provincia mexicana. En un momento en que entré a contestar el teléfono que no paraba de sonar, al volver el juego había cambiado de nuevo; aún en equipos, ahora corrían desesperadamente detrás de un balón, tratando de anotar goles en las improvisadas porterías a ambos extremos del patio, ahora bien resguardadas por sus respectivos custodios.

De pronto noté que los pequeños Danielito y Joselín que, por su edad, muy menor a los demás, estaban fuera del partido y sólo los usaban de “cazabolas”, discutían acalorados en las escaleras del corredor. Pensando ayudarlos me acerqué y, prudentemente quise escuchar antes de intervenir.

La noche había caído tan rápida como inesperada cuando uno está tan entretenido como ellos lo habían estado toda la tarde.

Alcancé a escuchar que uno decía:

-No tonto, cómo va a ser su cobija, se vieran sus pies, o sus manos, o su cabeza...¡a poco se va a tapar toditito sin que se le vea nada, si el sol es grande, grande!

-Bueno, no, a lo mejor no es su cobija -arguyó el otro pequeño-, pero tal vez sí es la puerta de su cuarto donde se mete a dormir.

Joselín, el más pequeñito, se acercó a mí y tirando de mi falda preguntó: -Tía, ¿Qué es la noche?, ¿Por qué llega?

-Esas son dos preguntas mi amor, primero, la noche es la hora del día en que el sol descansa; y llega porque el sol se cansa de tanto caminar todo el día y quiere su descanso como todos, así que se va a dormir un rato.

-¿Y por qué no se duerme en el día cuando estamos todos para que no le de miedo? -Objetó José.

-Porque debe alejarse de la vida, ya que la vida diaria es un bullicio que no deja dormir al sol.

-¿Tía, tía, y dónde se duerme el sol?

Joselín acaparaba la conversación mientras Daniel escuchaba reflexivo.

-En los océanos profundos y en las cumbres más altas.

-Y ¿por qué ahí? ¿Que no tiene una cama?

-Es que le gusta más el aire libre, la energía del agua que nunca se detiene, la frescura del viento en la montaña, y la corona plateada que ilumina la cima.

-¡Aaahh! Creo que ya entiendo, no le gusta el calor del día, porque a mí en el día, si no me encienden el clima, me da mucho calor dormir, por eso me voy al cuarto de mi mamá. Y de noche mi mamita abre la ventana de mi cuarto para que entre lo fresco y mi hermano y yo podamos dormir bien, porque el calor no nos deja descansar y estos días ya son veraniego ¿verdad?

-¡Ay! ¡Este niño! –Replicó Danielito airado- No se dice veraniego verdad tía, se dice del verano ¿no? días del verano.

-Sí mi amor, días del verano aunque días veraniegos tampoco está mal dicho.

El alboroto de todos cenando en el comedor, me indicó que el partido y los juegos de este día habían acabado. Mi mamá preguntó:

-¿Vas a cenar, te sirvo algo?

-No mami, sólo café y una manzana, si tiene, -respondí mientras entraba con los pequeñines a la cocina.

-¡Claro que tengo, tómala del frutero, si quieres yogur, en el refri hay!

-¡No mami, gracias, sólo la fruta! -dije mientras me sentaba a disfrutar un delicioso café y una acogedora plática con la familia.

En el comedor se encontraban tres de mis hermanas, uno de mis hermanos, tres cuñados y un numeroso equipo de hijos y sobrinos. Mi padre, a la cabeza de la mesa, conversaba con hijos y nietos; mi madre, trajinando incansable, entre su ir y venir de la cocina al comedor, platicaba con todos en un maravilloso acto de prestidigitación capaz de impresionar a un pulpo.

-Niños ya vámonos a la casa, súbanse al carro- gritó la madre de uno de los pequeños encaminándose al patio.

-Espera que terminen de cenar-, contestó alguien en el comedor.

Desde el momento en que el partido había terminado, niños y adultos habían empezado a cenar con la abuela que, como siempre, había previsto este momento y tenía deliciosas tostadas para todos, cafecito para los adultos y chocomilk para los pequeños.

Los pequeñines que habían conversado conmigo un rato antes, se hallaban sentados, cenando frijolitos con huevo.

Danielito y Joselín me llamaban a la cocina: -tía, tía, ven te quiero preguntar algo-, decía José.

- Dime mi amor, ¿de qué se trata?

-Tía, tía, ¿y la luna dónde se duerme en el día? No es cierto que se mete en una nube ¿o sí? Se viera la nube toda brillosa en el cielo ¿verdad? La viéramos todos.

Danielito atajó rápidamente: -Pero la luna es fría ¿verdad tía? No es como el sol porque entonces, cómo mandan cohetes a la luna, se quemaran. Explícaselo a este niño que no entiende, tía.

-La luna se mete al mar, a los lagos o a los ríos, ahí descansa y se baña para conservar su frescor y su blancura. A ella no le gusta mucho el calor, como a ustedes.

-No tía, a mí sí me gusta el calor, a este pequeño es que no le gusta, a mí sí porque cuando hace calor siempre vienen mis tíos y mis primos y vamos al Ojo de agua y al mar a quitarnos el calor y estamos todos contentos como en una fiesta.

-Claro hijo, porque el calor viene del sol y de la vida que es una fiesta increíble, con gran bullicio y con mucho calor aquí en el istmo.

-Por eso mis tíos aunque no vivan acá, siempre vienen a buscar nuestro calor de aquí ¿verdad? Porque a todos les gusta Ixtepec, por su calor.

Mis hermanas y mi madre, habían terminado de levantar, lavar y acomodar. La cocina y el comedor ya limpios, fueron quedando vacíos conforme todos abordaban sus autos y partían a sus hogares a descansar. Ahora el patio, ya vacío, se veía otra vez enorme e impresionante.

Me había despedido de mi papá y mi mamá, y sólo mi hija me esperaba afuera en el auto pues los muchachos y su papá se habían adelantado caminando. Aún ayudé a mi madre a cerrar el portón mientras Daniel y José, con sus respectivos padres estacionados junto a la banqueta, me decían adiós desde las ventanillas.

Danielito gritó:

-Tía gracias por explicarle a José las cosas, a ver si ahora entiende.

Joselín, que esperaba sentadito mientras su madre terminaba de subir juguetes y otras chácharas al carro, dijo enseguida:

-Ahora sí entendí lo del sol y la luna tía, lo que voy a querer que me expliques mañana es ¿cómo está eso de que yo salí de la panza de mi mamá? ¿Pues cómo entré ahí?

Todos se volvieron a verme con ojos interrogantes; mi hija bajó del auto y tomándome del brazo dijo:

-Pregúntale a tu papá, Joselín, él tiene una buena respuesta para esou F I N .

Junio de 2008.Quod scripsi, scripsi!

sábado, junio 27, 2009

"BLACKY". UN CUENTO DE GATOS

Pues he estado revisando unos textos viejos y..., resulta que tengo varias historias de gatos.
¡¡¡No podían faltarme!!! ¿No creen?
¡Si he tenido gatos toda mi vida!

Y han sido siempre para mí, como para Tezcatlipoca, mi nahualli; o nahual, dirían los toltecas; nagual dicen otras etnias mesoamericanas; mi tona, dirían los zoques; los mayas de Guatemala lo escriben nawal; o mi tótem, dirían los amerindios en lengua algonquina (Canadá, USA y Alaska); o, como sea, según la cultura de que hablemos. Jajajajaja
Seguramente saben que la cultura egipcia tuvo entre sus muchos cultos, el culto al gato, allá por el año 2900 A.C., según cuentan los historiadores.
Los antiguos egipcios consideraban a los gatos animales sagrados, íntimamente asociados al concepto de divinidad pues ellos creían que en sus cuerpos anidaba el alma de Bastet, diosa egipcia representada con cuerpo de mujer y cabeza de gato. ¿Y sabían que al ser enterrados los faraones en su tumba era enterrado con ´´el su gato predilecto. Sólo que, como las tumbas tenían siempre algún agujero, el gato lo hallaba y, por allí salía; entonces se decía que era el alma del faraón emergiendo de nuevo a la luz. Se agarraba al gato, se le llevaba cargando en un rico cojín para que presenciase la coronación del nuevo faraón, de tal modo que el que había muerto, estaba presente en la ascensión al poder de su sucesor, de quien sería, a partir de ahora, su consejero y guía, creando con ello una negación al dominio de la muerte.
Según la mitología egipcia, “Ra, quien era el dios del Sol, enfadado con los hombres, envió a la Tierra a su hija, encarnada en Sekmet, una leona muy fiera, a fin de castigarlos. Sin embargo, ésta, enloquecida, provocó una masacre y mató a cientos de egipcios. Ra tuvo entonces que mandar a su guerrero Onuris con la misión de pacificar a Sekmet. Ésta se convirtió en dócil ante las artes de Onuris, y entonces dejó de ser Sekmet, convirtiéndose en Bastet.
La dualidad de la diosa se refleja en su asociación al Sol y la Luna; de modo, que Bastet, asociada al Sol, se representa como una diosa buena y amable, diosa de la música y protectora de la luna, mientras que Sekmet, se asocia a la Luna y representa ese espíritu misterioso e independiente que siempre tienen los gatos
”*.
Esta deidad llegó a ser tan querida, dicen, que se le erigieron templos, como el de Bubasti situado cerca de la moderna ciudad de Zaqaziq, en la zona oriental del delta del Nilo. Aquí se estableció el principal centro de culto a esta diosa felina,Bastet o Bast.

Era tal el culto que le rendían, que existe la leyenda de que, en alguna ocasión, al ser atacados por los egipcios, los persas, sabedores del culto de éstos a los gatos, cogieron un buen número de ellos y los utilizaron como escudos ante el ataque. No sabiendo cómo evitar el no hacerles daño a los gatos, los egipcios finalmente, se rindieron.

Pero leyendas aparte, lo cierto es que los gatos tenían, en la práctica, un status social importantísimo, por lo que su muerte se consideraba una tragedia en las familias, hasta el punto de que los dueños del gato que moría, tenían que guardarle luto y raparse las cejas en señal de duelo. Además debían embalsamar al gato muerto y enterrarlo en grandes panteones. Esto es tan cierto como que, a fines del siglo XIX, se descubrió una gran necrópolis en la que habían enterrados cerca de 300.000 gatos momificados. Matar un gato estaba incluso castigado con la pena de muerte ya que, para los egipcios, a través de los ojos de éstos, la diosa Bastet estaba siempre pendiente de los hombres y los protegía de todo mal.
Pues sobre este culto, hay muchas leyendas, y también mucha historia, incluso se dice que en el siglo V A. C., el historiador griego Heródoto realizó una descripción de la ciudad y de los peregrinos que acudían a rendir culto a esta diosa.
Ahora les comparto una de mis historias de gatos. Los he tenido desde mi más tierna infancia y sin duda han sido para mí, un gran placer y compañía. Este prólogo de gatos se ha hecho ya tan largo como el propio cuento, así que, sin más, a’i les va.



“Blacky”
Blacky era una belleza de cuerpo esbelto y flexible, de sedoso y brillante pelo corto de color negro, negrísimo. Desde la punta de la nariz a la punta de la cola no había un solo pelo de otro color; su piel sedosa parecía un terciopelo vivo que se estiraba y se contraía a capricho de su dueña.


Sus jóvenes ojos se adornaban con un iris de refulgente color verde, dorado, o ámbar, según la hora del día, la cantidad de luz en la habitación, el humor o la actividad que desarrollara la gata en el momento. Sus negras pupilas podían ser una finísima línea rodeada de rayos dorados en el centro mismo del verdísimo iris de sus ojos o, si sus necesidades así lo requerían, podían dilatarse por completo hasta cubrir todo el iris, dándole entonces una expresión mágica: Una gata negra con los ojos negros, analíticos y vivaces, hipnóticos, como un animal salvaje en plena selva.

Vivió casi cuatro años conmigo.

Diana, mi sobrina, la trajo de Tuxtla Gutiérrez buscándole un hogar. La había encontrado abandonada en las calles cercanas al departamento que compartía con sus hermanos y, como casi todas las mujeres de esta familia, no resistió el llanto del gatito abandonado; tampoco pudo sustraerse al encanto de sus iris verde-dorado. La tuvo unos días en su departamento de estudiante. Luego se la dio a su tía Margot quien, no obstante su amor a los gatos, luego de un par de meses decidió que podía resultar peligroso para su bebé próximo a nacer, por lo que se lo regresó a Diana y ella, recordando la plácida vida de su gatita Shanon y su gato Dito en Ixtepec, pensó que tener al animalito siempre encerrado en un departamento, no era la vida ideal para un animal tan libre como el gato.

De esa manera, la siguiente ocasión que vino a Ixtepec, envolvió a Blacky en una toalla y, subió con ella al autobús. La abrazó todo el camino durante las aproximadamente cinco horas que duró el viaje. Estaba ilusionada con hallarle un buen hogar entre sus tías. Así que un día de octubre del año 2001, me llamó y dijo:

-Tía, traje un gatito de Tuxtla, le estoy buscando hogar. -Es negro, muy negro, parece una panterita.-

Para mí y para la gatita el destino estaba marcado desde el momento en que nos vimos. Yo sentí el hechizo que siempre han ejercido en mi ánimo los gatos, sumado a la fascinación increíble de aquel animal que simulaba una diminuta pantera. Me miraba asustada, con ese brillo extraordinario de sus ojos felinos que, parecía como si estuviéramos en medio de la jungla: ella a punto de atacarme desde lo alto de un árbol y yo, cómplice fascinada, dispuesta a recibir el ataque con tal de seguir observando de cerca su belleza.

Cuando tuve entre mis brazos esa maravilla, en mis oídos resonó la voz de mi madre: -“Dios hizo al gato para darle al hombre el placer de acariciar al tigre”. Por supuesto, enseguida fue mía y, en el colmo de mi mala imaginación para ponerle nombre a mis mascotas, la llamé “Blacky”. Con el paso de los días me felicité por haberle puesto un nombre tan ambiguo, pues me di cuenta que era una gatita y no un gatito. Por su tamaño y su conducta, deduje que debía tener como seis meses de edad cuando llegó.

Se apegó por completo a mí porque en esos momentos había otro gato en la casa, un macho atigrado a quien, con mi consabida imaginación llamaba simplemente “Tigro” y, al ser ella “la nueva”, el gato sintió invadido su territorio, así que la atacaba en cuanto la veía. Yo regañaba al gato y cargaba a Blacky para hacerla sentir a salvo. En los primeros días le puse su platito con whiskas en mi baño y, se acostumbró tanto a mi protección que no dormía si no era dentro de mi recámara, y siempre en un sitio desde donde pudiera mirarme bien. Si me paraba a media noche para ir a tomar agua o si iba al baño, me seguía con la mirada llena de angustia y no dormía hasta que yo regresaba a mi lugar en la cama. Sin embargo, como había que integrarla a la vida en toda la casa, empecé a sacarla a la sala, a la cocina y hasta al patio; al principio cargándola para que no entrara en pánico por el gato o por Fido.

Sorprendentemente hizo una rápida y duradera amistad con Fido; jugaba con él y, hasta su muerte, el perro fue su amigo y protector. Con el gato en cambio, siempre tuvo problemas y parecía que lo despreciaba olímpicamente. Sí, de verdad, su conducta con él siempre fue como de incomprensión y desprecio. Parecía considerarlo algo indigno de su atención y de una conducta tan ruin y despreciable que no había que tomarlo en cuenta. Y es que el Tigro empezó a orinar la casa, (algo que nunca hizo Blacky en toda su vida), porque andaba “marcando su territorio” ahora que lo veía invadido por ella.

Pero además estaba el asunto de los “modales”. Cuando ella dejó de comer en mi baño y se le servía su comida en la cocina en el mismo plato que a Tigro, éste se abalanzaba hacia la comida como león hambriento, gruñendo y farfullando cosas ininteligibles es su lengua de gato. Se volvía a mirarla, agresivo y retador. Ella lo observaba con desprecio y, mientras el gato se atragantaba con desesperación, ella lo miraba a muy corta distancia con un gesto que, a todos los que la vimos, nos pareció siempre de auténtico asco ante esa conducta despreciable.
Blacky nunca se abalanzó sobre la comida, nunca gruñó ni peleó por su ración, siempre esperó con toda calma su turno y, cuando Tigro se cansaba y se iba, ella se acercaba con exquisitez y como toda una dama, comía sin engullir, masticando despacio y delicadamente, luego se volvía a mirarnos como agradeciendo y, con finura y distinción se alejaba caminando.

Al poco tiempo ya andaban los gatos del rumbo cantándole escandalosas serenatas en las bardas y en el patio, mientras Tigro peleaba encarnizadamente con todos y Fido se desbarataba en ladridos y persecuciones inocuas tratando de resguardar la honra de la casa.

Fue por este tiempo que desapareció el Tigro. Solía tener este tipo de desapariciones cíclicas pero, invariablemente reaparecía todo flaco y maltrecho por las garras del amor. Sólo que en una de tantas, no regresó. Blacky le maulló unos días por escondrijos y rincones pero, como ya andaba un gato pardo, esquelético y con pinta de rey de todas las vagancias, rondando la casa a todas horas, se dejó seducir por los desaforados maullidos y, como suele suceder en estos eventos, de repente me percaté que mi panterita “engordaba” y, un día cualquiera, parió cuatro gatitos.

Los gatitos crecieron y mis hijos y yo disfrutamos como nunca observando sus juegos y piruetas de cachorritos. Incansables, traviesos, juguetones, hermosos. Cuando ya comían de todo y estaban bien entrenados para hacer sus necesidades en el arenero, puse en la reja de la casa un anuncio ofreciendo gatitos y otro más en casa de mi mamá: “Regalo gatitos a quien los quiera y esté dispuesto a alimentarlos y cuidarlos”.

La misma historia se repitió, casi idéntica, unas 4 ó 5 veces a lo largo de más de más de tres años. Así, la última vez que Blacky tuvo una camada de gatitos en esta casa, lo hizo en los inicios del año 2005.
Esta vez los gatitos fueron cinco y hubo de todos colores y sabores: dos eran unos bellos siamesitos de ojos azules y característico color capuchino con mascarita, patas, y cola negra. Esos se los llevó Memo, un primo de mis hijos. También hubo un gatito blanco de manchas amarillas y negras que parecía una cruza de angora pues era de pelaje más largo que el resto de la camada, se lo llevó la niña de una vecina.
De modo que, de repente, sólo quedaron dos que, para mí, eran los más listos, cariñosos y bonitos: un gatito negro con pechera y patitas blancas a quien yo llamaba “Botitas”. Y una pequeña pardita, la única hembra del grupo, medio atigrada y de ojos verde esmeralda, a quien yo distinguía de sus hermanos diciéndole “Minunina”. Botitas y Nina, como ahora llamaba a la pequeña, se quedaron juntos hasta el final y no se separaban en ningún momento. Un fin de semana vino mi hermana Laura, los vio, los cargó, se encantó con ellos y, me los pidió. Así que al irse Laura de regreso a Tuxtla Gutiérrez, ya era dueña de un par de bellos mininos. Blacky lloró a sus hijos varios días y, como en su dolor comió menos que nunca, pronto estaba toda flaca y parecía que nunca se iba a recuperar. Sólo que, una semana después, Laura regresó los gatitos porque Luis, su hijo, resultó alérgico a su pelo y, aunque ella adora a los gatos, tener los en su casa se le volvió algo prohibitivo. Creí que Blacky los recibiría como al hijo pródigo del relato bíblico, pero no fue así, al verlos se erizó toda, les gruñó, lanzó una serie de bufidos y no permitió que se le acercaran. Los gatitos, asustados a más no poder por haber sido cambiados de hábitat 2 veces tan seguidas, huyeron al patio y se refugiaron bajo la camioneta blanca, donde se mantenían a salvo de su agresiva madre, de Fido y, también de nosotros. Nos agachábamos a llamarlos y tratar de meterlos a la casa, pero desaparecían por completo de nuestra vista en las entrañas de la camioneta. Ésta se volvió su refugio común por un tiempo, les poníamos whiskas y agua y, de repente los veíamos jugando entre las plantas del jardín animadamente. Nos dimos cuenta que estaban bien y eran felices porque la pasaban bien juntos.
De esta manera pasaron los días, hasta que una mañana en que íbamos a salir a la playa, le dije a uno de mis hijos que sacara la camioneta para llevarla a cargar combustible. Siempre que esto se hacía, uno de nosotros checaba que los gatitos estuvieran a salvo en otro lado y no se fueran a meter bajo las llantas mientras el vehículo se movía. Blandina dijo entonces: -“Ya te puedes mover, los gatitos salieron hace un rato y andan corriendo allí en la jardinera del mango”. Mi hijo entonces, con confianza encendió el motor y, al instante “botitas” cayó al piso triturado por el giro violento de la flecha. Lo levantaron rápidamente pero, ya no se podía hacer nada. Desde la orilla de la jardinera Minunina veía todo con los ojos desorbitados. Los niños enterraron enseguida al gatito muerto en el fondo del patio, sin decir nada para evitarme la pena de verlo y echarme a perder el ánimo y el paseo de ese día. Llevaron a Minunina adentro de la casa y, a nuestro regreso del mar yo buscaba al par de michitos para darles de comer. Al no encontrar a Botitas, le pedí a los niños su ayuda y, entonces me relataron los trágicos incidentes de la mañana.

Con los días la gatita, sola y triste sin su hermanito, se obsesionaba más y más con acercarse a su madre. La vigilaba y esperaba a que ésta se durmiera, entonces, con el mayor de los sigilos, se acercaba y, tratando de no ser descubierta, se acurrucaba junto a ella. Pero como la madre aún tenía leche, comenzaba a mamar mientras ronroneaba con auténtico placer. Blacky se despertaba y, gruñendo le lanzaba un zarpazo mientras la mordía furiosamente, castigando su osadía. A pesar de la agresión, Nina seguía a su madre por toda la casa. A veces, alguno de nosotros, compadecidos de la chiquita, deteníamos a Blacky y le poníamos a su hija al lado. Entonces la madre corría hacia la puerta y huía al patio, a los árboles o a las bardas, dejando a la pequeñita desconsolada y triste. Fueron muchos días así. Blacky huyendo y Nina esperando que su madre volviera a estar a su alcance para, de nuevo, intentar acercársele.

Pero ella prefería quedarse en el patio para no ver de nuevo a Minunina.
Llegó el tiempo en que ya no entraba a la casa para nada. Todos estábamos sorprendidos de esta conducta que nunca habíamos visto en una gata.

Blacky se autoexilió del interior de la casa y, si yo intentaba agarrarla en el patio, corría hacia las bardas desapareciendo por el resto del día.

En ese tiempo comenzaron a construir una casa en el terreno que queda atrás de nosotros, hacia el norte. El verano iniciaba cálido y alborotador y los días de lluvia se alternaban con sofocantes calores. Durante el día se escuchaba el trajín de los trabajadores hasta caer la tarde en que la calma y el silencio regresaban. Pues de allí atrás veíamos regresar a Blacky en las mañanas, a la hora que llegaban los albañiles y sus peones y se iniciaba la labor del día en esa construcción. Entendí que, en su afán de no entrar a la casa, buscaba guarecerse del agua en la incipiente construcción. Así sucedió por varias semanas.

Yo, sin mi Blacky, me concentré en consolar a Minunina, a quien llamaba algunas veces sólo “Nina”, otras “Minuna” y, a veces “Nuní”. Ambas habíamos sido abandonadas por Blacky.

Me consolaba ver que todos los días Blacky volvía al patio buscando su plato de alimento, que pusimos en alto para que no lo alcanzara Fido y que nunca dejó de estar lleno para ella. Metida en la rutina del trabajo, dejé de intentar hacerla entrar a la casa porque se volvía algo muy estresante para ella y, simplemente no me lo permitió nunca más.
Así pasaron semanas y, un día le dije a Blandina: -“No he visto a Blacky desde hace más de una semana y veo que su plato sigue con alimento”. –“tú que andas aquí en el patio barriendo y trajinando todos los días ¿la has visto?”

–“No Doña Flor, precisamente le quería decir que ya tiene varios días que no la veo y, la última vez que la escuché se oyeron sus chillidos allí junto, una mañana como a la hora en que llegan los albañiles. La oí y pensé que iba a venir corriendo pero ya no vino nunca; y no la he vuelto a ver desde entonces”.

A pesar de todo esperé y esperé con la ilusión puesta en las múltiples vidas de un gato. Sólo que, al parecer, a Blacky se le había agotado la suerte. Mi hermosa panterita se eclipsó en el misterio de los días de junio.
Llegó inesperadamente y, en el velo de lo imprevisible, desapareció con su exótica, fantástica, apabullante belleza felina.

Aún ahora no dejo de pensar que no se fue porque me abandonara.
Analizando fríamente los hechos, y con mis escasos conocimientos de la naturaleza humana deduzco que, todos los días, al llegar los albañiles a su diaria jornada, veían un gato negro salir de entre los muros que crecían día con día; quizá ella se arrellanaba entre sus ropas de trabajo, acostumbrada como estaba a dormir en el sofá. La ignorancia y la maldad, la superstición pueblerina, fueron la suma que selló el destino de mi hermosa Blacky. Los chillidos que escuchó Blandina, seguramente fueron su lucha final con la muerte.

Antes se había ido por sí misma, pero esta vez no se fue de mi vida por voluntad propia; aunque dejarme en herencia a su gatita sí fue su decisión. Y yo, con placer, acepté su regalo y, desde entonces, me hice cargo de Minunina. FIN.

Junio de 2009.

sábado, febrero 28, 2009

Cuento: "Laura y Diego" 2a. Parte


Que se casaran pronto no fue una sorpresa para nadie. Diego vivía con sus tíos desde los siete años, cuando sus padres fallecieron en un accidente de autobús. Habló con ellos y ellos hablaron con los papás de Laura y, aunque se estableció la condición de que ella siguiera yendo a la escuela porque le faltaban dos años para terminar la carrera de Contaduría pública, accedieron a que se casaran porque, en primer lugar, veían con agrado su noviazgo con un muchacho trabajador, tan formal y decente que, además, ya era todo un Licenciado en Derecho; en segundo lugar, veían a Laura tan, pero tan enamorada, que sabían que era inútil negarse y, en tercer lugar, después del último novio que le habían conocido, un tipo que no estudiaba ni trabajaba, ni nada de nada, temían que una mala decisión fuera a torcer el destino de Laura y, aunque siempre habían confiado en el buen juicio de su hija, también sabían que una mala influencia puede llegar a ser muy nociva.

Así que, a los veinte años Laura era la radiante esposa de Diego y se veían como una pareja feliz, muy feliz. Alegres, jóvenes, con todo el futuro por delante y el mundo esperando por ellos. Laura asistía a clases mientras Diego se iba a trabajar, salían juntos a las seis de la mañana todos los días y ella volvía a las dos de la tarde, una hora antes que él. Por lo regular pasaba al mercado a comprar alguna fruta o verdura que le hiciera falta para la comida, se esmeraba en preparar los más exquisitos platillos para complacer a Diego que era de buen comer. Por las tardes, juntos, leían o veían televisión, visitaban a los papás de Laura o a los tíos de Diego. No lograban disimular su amor tan grande, su pasión saltaba a la vista, se les salía por todos los poros, la necesidad del uno por el otro era apremiante, urgente, dolorosa.

Sin embargo, Diego permanentemente era el más controlado, más discreto en público, a pesar de que a solas era siempre más intenso que Laura, siempre diciendo cuánto había cambiado su vida desde que la conoció, cuánto la amaba, cuánto estaba dispuesto a afrontar por ella, por su amor, por su compañía. Siempre tan apasionado y urgido de ella, de sus besos, de su cuerpo, de su presencia toda, que Laura no podía sino disfrutar de su intensidad, de sentirse tan deseada, tan atendida, tan cuidada…pero, aunque Diego parecía estar siempre ansioso por ella, había momentos en que, por más que ella quisiera, no lograba atraerlo, no podía, aunque se esforzara, separarlo de un programa especial, de un libro, de la plática con algún amigo, del estudio acucioso, detallado, de alguno de sus casos. Eso la contrariaba y le hacía dudar de la sinceridad de sus sentimientos.
Ella era capaz de dejarlo todo por él, todo, fuera lo que fuera, nada era más importante que el tiempo que compartían, el tiempo que pasaban juntos, ese tiempo fugaz y eterno al mismo tiempo, el corazón de Laura se henchía de placer y de dolor por igual, se sentía enamorada, dolorosamente enamorada, con una necesidad urgente por verlo, por tocarlo, por olerlo, por estar con él. Cada vez que tenían que separarse, cada día, cuando Diego se despedía de ella con rápido beso con aroma de café recién tomado, quería detenerlo, prolongar el beso, irse con él, acompañarlo a donde fuera, permanecer a su sombra todo el día o por lo menos, hubiera querido ver en sus ojos el mismo dolor que había en los suyos por la separación. Que él dijera –aunque no lo hiciera nunca- como ella le decía a veces, -vamos a quedarnos juntos hoy, no puedo separarme de ti, me duele aquí, y se señalara el corazón- …Pero no, Diego la quería mucho pero no la necesitaba tanto como ella a él.
Diego recibía con toda la naturalidad del mundo, todas las atenciones de Laura, su esmero en la preparación de las comidas, su afán en mantener la casita que rentaban tan agradable y cómoda con las pocas cosas que tenían. Su cuidado al prepararle la ropa que se pondría cada día para ir a trabajar, la combinación de toda su ropa era perfecta desde que laura se hacía cargo de escogerle todo. Claro, todo él había cambiado bajo el cariño y la atención de Laura, su corte de cabello era mejor puesto que Laura lo llevaba con su estilista, había subido unos kilos que le caían de perlas a su figura antes demasiado esbelta y, sobre todo, la tranquilidad de la vida con Laura, su felicidad de sentirse tan amado, le daban una seguridad y un aire distinguido que lo hacían verse más atractivo, más interesante.
Laura notaba las miradas de otras mujeres sobre él. Aunque Diego parecía no percatarse nunca de nada, siempre apasionado por las noches y ocupadísimo durante el día; sus casos, pocos pero muy absorbentes, lo hacían trabajar en ocasiones hasta en la casa, en los días de descanso, esos días que Laura esperaba con ansiedad para permanecer en sus brazos, prepararle con calma el desayuno y consentirlo todo el día con sus comidas favoritas y su amor tan grande. Pero casi nunca podía darse ese gusto, cuando no era el trabajo, era algún amigo que venía de visita o alguno de sus clientes que requería urgentemente de sus servicios.
Diego, siempre cariñoso con ella en la casa, parecía indiferente cuando había alguien con ellos, hasta el tono de su voz se hacía distinto cuando se encontraban en casa de sus tíos o con algún amigo.
Laura se esforzaba por ser interesante para él, siempre lo escuchaba con atención cuando él le platicaba algo, le contaba todo cuanto le sucedía en la escuela, le pedía ayuda para estudiar algunas de sus materias, estaba siempre bien arreglada y mantenía su esbelta figura femenina tan bella como siempre.

Claro, no faltaban quienes la cortejaran en la escuela, Laura se lo contaba bromeando y ambos se reían de las pretensiones de sus compañeros, Diego, bromeando, la apretaba contra sí mientras mascullaba entre dientes: -"cualquier día de estos voy a ir a romperles la cara a todos esos inútiles". Ambos sabían que sólo eran fanfarronadas, sin embargo ella se sentía halagada de que él se mostrara tan posesivo, la hacía sentir tan unida a él, tan suya, que verdaderamente experimentaba la sensación de que nadie tenía derecho ni de mirarla.
Antes de terminar la carrera, impulsada por Diego, comenzó a llevar la contabilidad de varios pequeños comerciantes que requerían de su ayuda y que, a través de ella, lograban además la asesoría gratuita de Diego cuando lo requerían.
Terminó la carrera con su tesis hecha y se tituló en muy poco tiempo.
Al año de titularse consiguió una plaza como contralora de la Universidad del Istmo y, entre sus clientes particulares y su jornada de trabajo en la escuela, la vida se hizo más intensa que nunca.

A los siete años de casados habían comprado a plazos la casa de un primo de Diego y la habían arreglado y adaptado a su gusto y necesidades. Sus ingresos habían mejorado notablemente desde que él comenzó a brindar asesoría legal a empresas muy importantes de la región y ella conservaba a sus mejores clientes de sus tiempos de estudiante y tenía además, un buen salario en la Universidad.
Laura seguía amando a Diego con todas las fuerzas de su ser, ya no sentía en el pecho esa opresión que le impedía respirar bien cuando él no estaba, en su lugar había una punzada parecida al despecho por la indiferencia con que Diego veía sus problemas cotidianos y el hecho de que ya casi no tuvieran tiempo para estar juntos. Pero eso no era lo peor, lo más doloroso era que, mientras ella aún sentía una necesidad apremiante por su compañía, Diego se veía tan conforme y tan dispuesto a distraerse con cualquier cosa que los separara. Ella seguía platicándole todo lo que le ocurría cotidianamente, esperando siempre que Diego le correspondiera contándole algo de su vida profesional, esa vida en la que Laura parecía estar tan al margen, tan ajena. Y cuando Diego le comentaba alguno de sus casos, ella le sugería alguna solución que nunca era escuchada, era como si él decidiera hacer exactamente lo opuesto a lo que ella proponía. En ocasiones había optado por no contarle nada, por esperar a que él preguntara -¿Cómo te ha ido? Pero luego de esperar por varios días se daba por vencida y comenzaba de nuevo a ser ella la que llevara la batuta en las pláticas nocturnas. Parecía que la vida cotidiana había alcanzado con su sucia rutina el gran amor de Diego por Laura.
Algunas veces Diego llegaba bebido y demasiado tarde para pasar un rato con ella, caía rendido en cuanto ponía la cabeza en la almohada y Laura lloraba en silencio sintiendo la soledad como una plancha sobre su cuerpo. ¿Por qué Diego perdía el tiempo con sus amigos, cómo podía dedicar su tiempo, ese precioso tiempo que debían pasar juntos, platicando con otros, con personas ajenas a ellos, a su amor, al amor tan grande, tan intenso, colosal, grandioso, que los había unido hacía más de siete años?
Lo mejor de su vida con Diego seguían siendo las noches, la imaginación de Diego para el amor era tan grande que no podría aburrirse nunca, bastaba con dejarse llevar por su amor y la pasión de Diego los envolvía a ambos por igual. Eran los instantes sublimes de su vida, ese espacio en el que Diego era tan suyo, ese sitio y ese momento en el que el tiempo volvía a los veinte años de Laura y los veinticuatro de Diego y nada existía en el universo mas que ella y Diego, Diego y ella, su necesidad de él, su urgencia de sentirse amada, la intensidad de Diego, su pasión desbordante, su fuerza apremiante, tocando, sintiendo, quemando, se sentía tan amada en esos instantes que le daban deseos de llorar de felicidad entre sus brazos.
Pero, al amanecer, toda la magia desaparecía, era como si hubiera dos Diegos, uno, el amoroso, apasionado, urgido, que la necesitaba con delirio y otro indiferente, frío, un poco hosco, casi un extraño. Laura no sabía si odiarlo o amarlo. No entendía cómo podía al día siguiente irse de la casa al trabajo sin despedirse de ella.
Comenzó a tratar de provocar sus celos, comenzó a parecer indiferente incluso a sus requerimientos amorosos. Comentaba como al descuido, cómo la piropeaban en la calle y en la Universidad, dejaba saber que había algunos compañeros en el trabajo, muy guapos y solteros, que la veían con admiración y la cortejaban muy sutilmente. Incluso llegó a ponerle nombre de hombre a un gatito que él le había regalado, fingiendo que era el de un conocido y, aunque a ella casi no le gustaban los gatos, lo acariciaba y le decía cariñosamente su nombre para darle de comer, sin embargo, bastaba con que Diego hiciera una especie de imitación de maullido, para que el gato brincara hasta su regazo y recibiera las caricias que Laura tanto deseaba.
Diego permanecía indiferente, ajeno a sus ingenuos intentos de despertar sus celos. Aunque en una ocasión en que alguien le había ofrecido aventón, él le había comentado, medio en broma, medio en serio: -Ya le dije a ese tipo que no le vuelva a ofrecer aventón a mi esposa, que si lo vuelve a hacer, le rompo la cara-. Laura no supo qué decir, lloró sintiéndose humillada, el muchacho en cuestión le había ofrecido llevarla a la universidad porque la vio en una esquina esperando taxi y estaba lloviznando; él iba hacia el mismo rumbo y nunca pretendió enamorarla ni le faltó al respeto de forma alguna.
Laura nunca supo si era cierto lo que contó Diego o si sólo lo había dicho para asustarla y que no volviera a subirse nunca con nadie. Después de este incidente, hicieron el esfuerzo de comprar también un vehículo para ella y, a plazos, adquirieron su pequeño auto que, aunque le dio comodidad y mayor independencia, también -¡Ay!- la mantuvo más sola que nunca, pues ahora Diego ya ni siquiera se preocupaba, como antes, de llevarla o ir por ella al trabajo en los días de mucho viento, mucha lluvia o mucho calor, como hacía antes. A fin de cuentas, cada uno iba y venía en su propio auto, de la misma forma en que -así le parecía a Laura- cada uno también llevaba su propia vida, independiente del otro.
Entre todas las vicisitudes cotidianas, llegaron a su 8° aniversario de casados y Laura se había esmerado preparando una comida especial. Había invitado a sus padres, sus hermanas con sus esposos, a algunos matrimonios amigos; a los tíos de Diego, por supuesto, a dos de sus primas con sus esposos y había contratado un trío que les cantaría canciones románticas toda la tarde. Además, le había pedido a Diego que, como regalo de aniversario, fueran pensando seriamente en tener un bebé: un hijo de de ella y Diego, un bebé de ambos, nacido de su cuerpo pero hijo de él, de su amor por él y del amor y la pasión de Diego por ella. Una criatura que condensara lo que eran ambos, que representara el amor que se tenían. Los ojos oscuros de Diego, tal vez incluso, su mirada intensa, sus rizos desordenados cayendo sobre su frente. Con la ternura y el amor de ella, quizá con su amor por la buena música, tal vez gustara de Tchaikovsky, de Beethoven, Verdi...¡Oh! ¡Dios! –pensó. Si tú me lo concedes!-
Laura tenía ahora 28 años y sentía que era el momento perfecto. Ya antes, en pláticas intrascendentes y como algo muy vago, habían hablado del tema, sobre todo cuando ella cargaba a los hijos de sus hermanas, pero nunca habían quedado en algo concreto. Ahora, la idea le daba vueltas en la cabeza constantemente y comenzaba a sentirse urgida por un hijo de ambos. Pero Diego no dijo ni sí, ni no; prometió llegar temprano para la comida preparada con familiares y amigos y se despidió con un beso rápido, fugaz, en los ansiosos labios de Laura. Ella se sintió verdaderamente decepcionada pues esperaba una demostración más amorosa, más cálida en esa fecha especial; hoy no era un día cualquiera, hoy estaban cumpliendo ocho años de haber unido sus vidas.
Pero peor aún fue esperar por él toda la tarde mientras ella se hacía pedazos atendiendo a todos sus invitados y que él viniera llegando a las 8 y media de la noche, cuando ya casi todos se habían ido. Ya había despedido al trío desde dos horas antes y sólo quedaban sus hermanas que, solidariamente, la habían acompañado hasta el final.
Para colmo, era evidente que Diego venía bebido, ella también, aunque ni lo acostumbraba ni le gustaba, la rabia, el despecho por la indiferencia de Diego a todo su esfuerzo; el desamor constante que creía sentir, la frustración cotidiana, el hecho de que él no deseara –como ella-, un hijo de ambos; su espera de toda la tarde, la humillación que sentía por haber sido “plantada” en su aniveersario y delante de toda la gente que más le importaba, hicieron que estallara con la furia de un ciclón. Sus dos hermanas se habían despedido al ver que Diego llegaba, lo abrazaron, lo felicitaron y se fueron diciéndole a Laura en el oído: -“Toma las cosas con calma, tal vez tuvo algo muy importante que hacer”.
Ésa fue la gota que colmó el vaso ¡Qué diablos podía ser más importante que ella y su festejo por ser su esposa durante 8 años! Por amarlo incondicionalmente durante 8 largos, larguísimos años. 8 Años de amor y de dolor; de pasión y desencanto; de veneración y fidelidad; pero también de dudas, de rabia, de frustración, de despecho permanente y de eterna espera por Diego, por su amor, por esos momentos únicos en que Diego era suyo y de nadie más en el mundo.
Él quiso disculparse, una frase comenzó a formarse atolondrada en sus labios, ni siquiera podía hilar bien lo que decía, quiso abrazarla, se reía con ella, le decía cosas dulces y cariñosas, juguetonas, pero ella ni siquiera lo escuchó; la rabia hizo restallar sus palabras, le dio fuerza a sus pensamientos y facilidad a su lengua. Le llamó cobarde, vil, mentiroso, hipócrita, ni siquiera eres capaz de decir que no me quieres, que nuestra vida es una farsa. Pues yo sí tengo el valor y yo sí puedo decirte cara a cara cuánto te odio, cuánto te desprecio, cuánto me he reído de ti en los últimos años. -Qué bueno que no llegaste a tiempo para celebrar nuestro aniversario, porque es una mentira del tamaño del mundo. ¡Estamos celebrando una farsa! Tú no me necesitas, pero yo a ti menos, por eso he hecho lo que he querido mientras tú te ausentas tanto de la casa y de mi vida, en todo ese tiempo que le dedicas a tu precioso trabajo yo me dado el gusto de acostarme con quien se me dé la gana. Si crees que estoy aquí encerrada mientras me tienes abandonada por tu trabajo, estás muy equivocado; yo también he estado ocupada: ¡Con personas que sí se interesan en mí, a quienes sí les gusto y les importo!-
Ya estaba dicho. Vio endurecerse el gesto de Diego, lo vio dolido, lastimado, herido en lo más profundo de su ser y se sintió poderosa, valiente, decidida. Había acertado, ahora sí logró poner el dedo en la llaga, le había pagado con dolor todos sus dolores. Sintió la lanza que penetraba el corazón de Diego y empujó con calma, tratando de lastimar lo más posible, disfrutando su dolor, saboreando su venganza. Diego, todavía con los ojos húmedos y la mirada dolida e incrédula, hizo preguntas que ella respondió con toda la frialdad de un corazón marcado por el despecho.
Sostuvo su mentira y luego, rematando su hazaña, se volvió hacia el cuarto de huéspedes, abrió la puerta del cuarto y le dijo despectiva: -Puedes dormir aquí mientras tramitas el divorcio-. Se dirigió a su recámara y cerró la puerta detrás suyo. Ni siquiera pudo dormir, la intensidad de sus palabras la mantuvo en vigilia hasta el amanecer. Se levantó antes que Diego abriera la puerta de su recámara, se vistió en silencio y al salir hacia la cocina para tomar un café antes de irse, sintió el olor del humo. Diego estaba fumando, de manera que tampoco había dormido. ¡Bien! –pensó-¡Mejor para mí! ¡Que sufra como yo he sufrido! ¡Ojalá de verdad le duela mucho!

En la noche, al regresar Diego de trabajar, Laura se metió rápidamente a la recámara y así pasaron 5 días. Le dejaba su cena preparda en la cocina, él se la calentaba en el microondas, cenaba mientras veía las noticias en la tele y ella lo escuchaba moverse por la casa desde su recámara. Al llegar el sábado se resistió a salir para no encontrarse con él, se bañó como a las 8 y no se vistió, pensando en que estarían todo el día juntos en la casa, se puso uno de sus camisones más bonitos y estaba terminando de maquillarse cuando sintió sus pasos acercándose a la recámara. Su pulso se aceleró al instante y escuchó los leves, discretos toquidos en la puerta. ¡Adelante! -dijo- tratando de darle seguridad a su voz, entonces entró Diego y Laura se impresionó al verlo, se veía flaco y un poco ojeroso, no supo qué decir, realmente no lo había visto de cerca en toda la semana y se sorprendió al notar que le faltaban unos kilos. Sus sentimientos eran encontrados, por una parte sentía que tenía derecho a la venganza, él la había herido y ofendido al no llegar a celebrar con ella su aniversario, al dejarla plantada y al preferir pasar ese día especial para ellos,tomando con quién sabe quiénes; y, por la otra, el gran amor que le había tenido siempre y le seguía teniendo, le hacía sentir remordimientos por el dolor que reflejaban sus ojos, esos ojos que ella tanto amaba, parecían velados por un tenue manto que oscurecía su mirada y la tornaba más profunda, más intensa que nunca... Él la miró un momento antes de hablar y, luego, con un poco de brusquedad y una voz de hielo, dijo: -"Voy a casa de mis tíos, parece que mi tía anda un poco mal de la presión, ayer la llevaron al médico- ¿Quieres ir conmigo o vas después?



No pudo contestar de inmediato, el aliento se le cortó al notar que faltaba en su mirada la dulzura que lo caracterizaba pero, reponiéndose, dijo con una voz que parecía un témpano: -"Desayuno y te alcanzo".

Él salió sin responder y ella sintió las lágrimas inundando sus ojos en cuanto oyó el rumor del motor del auto que se alejaba. Más tarde lo alcanzó y, delante de sus tíos y del mundo, jugaron a ser los esposos felices que todos habían conocido. Con el transcurrir del tiempo, hasta asistieron juntos a algunos eventos sociales y, aunque Laura trataba, no lograba que platicaran más de 3 ó 4 frases y Diego respondía casi siempre entre dientes. Esto se convertía en un círculo vicioso porque entonces ella se enfurecía al no obtener más respuestas de él y volvía a sentir rencor y que la dominaba el despecho de que Diego no propiciara su acercamiento, como ella procuraba el suyo. Así que se ponía hosca y huraña y, si a él se le ocurría hablar, respondía mascullando entre dientes con tanto fastidio aparente, que él no le hablaba más y el silencio reinaba de nuevo entre ellos por varios días.
No volvieron a mencionar el incidente de aquella noche de su octavo aniversario, no volvieron a hablar nunca de tener un hijo. Diego seguía durmiendo en el cuarto de huéspedes y, poco a poco, fue pasando su ropa, sus objetos de tocador y de baño para allá. A Laura le dolía el alma. Si antes sentía que su indiferencia le lastimaba el corazón, ahora de verdad sentía heridas en el alma. Trató de seducirlo con sus encantos y, aunque hubo noches en que Diego no pudo resistirse a su necesidad de ella, sus relaciones fueron tensas, un tanto violentas y desenfrenadas, sin embargo, al amanecer estaba siempre sola. Diego se iba al cuarto de huéspedes, luego al trabajo en las mañanas y regresaba hasta la noche, serio y encerrado en sí mismo, como si el incidente de la noche anterior hubiera sido sólo un sueño de Laura. Entonces ella, herida en su orgullo femenino por no lograr ablandarlo con una noche de pasión, se desquitaba haciendo comentarios hirientes acerca de comparaciones entre amantes ficticios y él. Con esto sólo lograba que el dolor oscureciera otra vez la mirada de Diego, matando la ternura de sus ojos y provocando que él dejara de dirigirle la palabra varios días.
Ahora había transcurrido más de un año. En su 9° aniversario fueron juntos a comer a un restaurante de moda y ni siquiera hubo un beso entre ellos que festejara la fecha, se limitaron a chocar sus copas con frialdad y se dijeron entre dientes: -¡Felicidades!-. Laura se comportaba cada vez más fría, más indiferente ante todo lo que tuviera que ver con Diego. Incluso en un caso muy importante para él, ella había comentado con sus hermanas que la otra parte tenía la razón y que, si perdía, sería porque el país estaba lleno de abogados corruptos y la injusticia prevalece en México. Él escuchaba con la cabeza inclinada y, aunque no mostraba la cara para no dejar ver sus sentimientos, era evidente que le molestaba y ofendía la opinión de Laura.
Y aunque las cosas tenían tiempo de estar mal, Laura nunca se esperó esto: cuando Diego habló de divorciarse, pensó que estaba alardeando para ponerla en jaque y se apresuró a decirle: -¡Sí. por favor! ¡Ya es hora de acabar con esta tortura!- Incluso cuando él le trajo a firmar los papeles y le dijo que, en vista de que no había hijo, el divorcio sería expedito con sólo una presentación al juzgado, dijo: -¡ufff, qué bueno!- Y cuando se presentó ante el juez, sintió que todo estaba en su sitio al ver un cuadrito que adornaba una pared del juzgado: una palomita volando sobre un cielo azul con una frase que decía: "Si amas algo déjalo libre, si regresa es tuyo y si no, nunca lo fue". Era un fuerte presentimiento ver esa frase escrita en un momento tan decisivo, hasta imaginó que Diego se lo habría llevado a la secretaria del juez y le habría pedido: -"déjame colgar esto un rato, luego lo quito, sólo quiero darle una lección a mi esposa. ya delante del juez, amigo de ambos, Laura comentó: -Parece que al fin se acaba esta pesadilla ¿no? Faltaban 5 meses para que cumplieran 10 años de casados.
Pero Diego seguía en la casa y todo estaba igual, además él, como abogado que era, seguramente podría anular cualquier trámite de divorcio por muy avanzado que fuera. Además Laura ni siquiera creía que fuera cierto lo que se estaba haciendo. Él pretendía doblegarla y ella no iba a echarse para atrás, no iba a llorar ni iba a rogar, mucho menos iba a decirle que lo amaba y lo necesitaba y que no quería el divorcio ni se separaría nunca de él. Tenía que seguir hasta las últimas consecuencias fingiendo que estaba muy urgida por separarse para siempre de él, que ansiaba recuperar su vida de soltera y su libertad, que tenía otros prospectos esperando por ella.
Cada vez que podía comentaba, como al descuido, cuánto paseaba y cuánto se divertía con sus amigos y compañeros de trabajo por las tardes, cuando Diego aún no llegaba. Incluso se quedaba hasta muy tarde en casa de su mamá o de alguna de sus hermanas y se iba a su casa cuando calculaba que él ya habría llegado y entraba toda risueña y canturreando canciones de amor y hablando de las delicias de la vida de las solteras y las divorciadas que podían hacer con su vida lo que se les diera en gana.
Habían pasado casi 4 meses desde que firmara el falso divorcio, tan falsos consideraba todos los trámites que ni siquiera le había contado a nadie de su familia lo que estaba pasando. Y fue su hermana Patricia la que le preguntó: -"Oye, me dijo Alex que Diego le contó que se divorciaron. ¿Qué onda eh? ¿Qué está pasando? ¿Por qué dice eso?"
¡Ya! ¡Allí estaba! ¡Ésa era la puñalada trapera! ¡Este sucio juego era entre ellos, no se valía meter a la familia en sus trucos! -¡Claro que no!- dijo-, lo que pasa es que me está queriendo espantar con el petate del muerto y yo le sigo la corriente a ver hasta dónde llega. Por supuesto que Paty no quedó convencida de la versión de Laura, pero aceptó con un cierto aire de interrogación en la voz y un velo de preocupación en la mirada, a fin de cuentas Laura no dejaba de ser su hermanita menor, aunque fuera una persona adulta, profesionista y casada. Para convencerla de que todo estaba bien, Laura se ofreció a acompañar a Paty y a sus dos niños a Huatulco ese fin de semana.
Una vez en la playa y, con una gran congoja por lo que pudiera estar viviendo su hermanita, Paty le contó a Laura que, según Alex, se decía que Diego tenía una novia, una abogada con la que estaba por casarse. Por supuesto, no lo creyó.
¡No, No y No! Diego no podría vivir nunca con nadie más que con ella. Por un momento se sintió desvalida, desamparada, huérfana, ante la posibilidad de que Diego pudiera interesarse en otra, enamorarse de otra ¡Oh Dios! ¡Vivir con otra! ¡No, no y no! ¡No SU Diego!El intenso dolor la hizo pensar que ya bastaba de juegos. Ténía que hablar con Diego, aclarar las cosas, decirle cuánto lo amaba y cuán falsa era su infidelidad, si ella no podía ni mirar a otro, sólo vivía por él y para él. Tan falsa había sido su infidelidad, como ese estúpido juego suyo del divorcio. Basta ya, no podemos seguir jugando así con nuestro amor -pensó con un nudo en la garganta y el estómago revuelto por el miedo que le dio pensar que se podían perder uno al otro.
Al regresar de Huatulco entró a la casa decidida. No había rastros de Diego en toda la casa, ésta estaba tan absurda, tan estúpidamente sola, las cortinas se mecían apaciblemente en la penumbra de la sala solitaria. Sintió una punzada en el corazón, en la brillante superficie de la mesa del comedor, junto al elegante jarrón con margaritas, sobresalían unos libros de marcos y el movimiento zapatista que Diego había comprado y le había leído cuando ella aún era estudiante. En una silla, al lado del componente, había discos con la música que tantas veces escucharon juntos, tenáin una buena colección con algo de todo lo que les gustaba: la nueva trova, Silvio, Pablo, Noel Nicola y Mercedes Sosa; música cubana bailable, sones, rumba, salsa, tangos y hasta música clásica: habían escuchado, disfrutado, cantado y hasta bailado con ella tantas veces, tantas noches mientras comenzaban a amarse, sintió un vuelco en el estómago, entró al cuarto de huéspedes, vio al gato de Diego en el marco de la ventana, con esa actitud felina como de adorno, le maulló lastimero al verla en la puerta y ella pensó: -¡Cállate! ¡No ves que a mí también me abandonó y no me pogo a llorar como tú! penetró a la habitación y sintió el delicioso aroma del perfume de Diego impregnado en las sábanas de la cama, en la estancia toda, las notas maderosas, de ámbar y vainilla que tantas veces disfrutó en su cuello, en su pecho, en sus camisas cuando él no estaba.
La cabeza le daba vueltas, veía las cortinas moverse cada vez más sonoras con el viento que arreciaba, que rugía furioso afuera de la casa; las puertas del clóset, vacío, se abatían por la corriente de aire que dejaba pasar la ventana, al fondo del cuarto. En una mesa de noche estaban algunos cuadernos con versos copiados por ambos cuando eran novios; y algo de prosa romántica que acostumbraban escribirse, algunos libros de poesía de sus autores favoritos, Neruda, León Felipe, Benedetti y algunos de los modernistas, pasó los dedos helados por la portada de "Rimas y Leyendas" de Gustavo Adolfo Béquer. En uno de los cuadernos, abierto por el aire, alcanzó a ver un poema de Benedetti, reconoció su propia letra y recordó los versos:
"Mi estrategia es en cambio
más sencilla y más simple,
mi estrategia es
que un día cualquiera,
no sé cómo
ni sé con qué pretexto,
¡por fin me necesites!"
Sintió un fuerte aguijonazo de dolor traspasándole el cráneo y pensó: -¡Dios, me va a dar una embolia y moriré aquí mismo! levantó el cuaderno y lo pegó conta su pecho, notó, entre las brumas de su mente y el dolor punzante de su corazón, que Diego había olvidado sus chanclas de baño, inertes, patéticas, abandonadas al pie de la cama, se veían tan solitarias como ella misma, como si estuvieran esperando por diego, por su Diego, por su amado, su adorado Diego. Enmedio de su dolor ese objeto patético le dio esperanza, pensó que Diego tendría que volver por ellas en algún momento y, entonces ella tendría la oportunida de hablar con él y aclarar las cosas, tal vez pudieran arreglarlo todo.
Sintió el peso del mundo sobre sí misma, sintió la soledad de la casa, de la noche, de su vida. El gato se restregó en su pierna derecha y arqueó el lomo esperando la caricia que Diego siempre le daba. Ahora tendría que esperar...hasta cuándo? ¿Volvería Diego por él? ¿Por ella? ¿Cuándo, cuándo se había acabado todo? ¿De verdad se había ido Diego? Cuándo se fue en realidad? ¿hoy? ¿Esta noche? ¿La noche de su 8° aniversario? ¿Muchos años antes? ¿Lo había tenido alguna vez? ¿No fue sólo un sueño?
Los sollozos subían por su garganta incontrolables, no supo en qué momento dejó de sollozar para comenzar a llorar a grito vivo, vio al gato paralizarse y mirarla asustado ante sus gritos, quiso abrazarlo, sentir a Diego en él, estaba segura de que algo de la esencia de Diego persistía en ese gato, no se dio cuenta en qué momento salió el animal del cuarto, tampoco se dio cuenta cuándo la anestesió piadosamente su dolor para dejarla ¿dormida? ¿inconsciente? de dolor en la cama de Diego, en la casa sin Diego, en su vida vacía de Diego... FIN