“El Caobo y yo”
La niñez rediviva se asomó a mis pupilas con la luz del amor y la nostalgia. Esa niña que fui y esos hermanos que compartieron conmigo el pan, la vida, el amor fraternal y los momentos tan queridos de una infancia feliz, de aquella vida donde niños de todas las edades jugábamos cien juegos diferentes, cien historias, mil risas y un millón de recuerdos inasibles y frescos, tan queridos como aquellas mañanas otoñales en que el viento agitaba las ramas del caobo y una lluvia de ramas y perones, nos caía desde el árbol de los juegos.
Al mirar el caobo es siempre inevitable, ver escenas ya idas. Recordé a mis hermanos. Tantos niños y niñas jugamos a su sombra, felices y cargados de energía, de unas ganas inmensas de vivir aventuras, emocionantes viajes y fantásticos rumbos que la vida tomaría con nosotros.
Vi a David, a Rebeca; a Beto lidereando nuestros juegos, Jorge y Laura, ¡Ay mi Dios! Vi a mi pequeño Sergio jugando junto al árbol esa última tarde de su vida que marcó para siempre la mía y la de muchos de esta casa. Lo vi tan claro como aquella mañana de domingo en que fuimos al templo y, al volver, junto al árbol querido de caobo, Sergio empezó a crearse un ojo de agua, un limpio manantial corriendo libre entre piedras y arena, sobre un cauce tortuoso que las manos de un niño-Dios construían a su antojo, recreando el paisaje conocido y dilecto de mi niño. Luego vino la tarde y una sombra siniestra se extendía alrededor de aquellas tiernas almas infantiles.
Hoy contemplo esa sombra en nuestro árbol, sus raíces salidas, su gran cuerpo inclinándose, vencido por la fuerza de Eolo, su frondosísima copa ya mermada por las talas, el viento, por los años. Una planta parásita le brota y crece y crece succionando su vida. Las hormigas, el comején, los pájaros que llaman carpinteros, todo merma su belleza y su vida que son la misma cosa.
Mi caobo rebasa el medio siglo y su memoria de árbol ha guardado retazos de pisadas y risas de los niños, de los juegos osados entre sus altas ramas. Él recuerda a los niños de otra vida, y a los otros que siguieron a aquellos y después, a los otros.
Entre sus nobles ramas ha guardado paisajes hogareños, familiares imágenes de una vida que fue, de aquella vida que yo conservo intacta en mi memoria.
Mi caobo nos vio todos los días, en su sabia guardó nuestros juegos sin fin, nuestros esparcimientos de la infancia. A través de la lluvia, de los años que vienen y se van como la vida misma: tanto viento, tantas hojas cayendo en el otoño, tantos inviernos aguantando el frío y cada renovada primavera contemplar aquel verde que renace con la simple esperanza de mirar otro año que se aleja, con la sencilla vida de los pájaros que vuelven a sus nidos; unas hojas se van y otras regresan, como en una parodia de la vida que él ha visto pasar bajo su sombra.
Viejo caobo de mis días de niña. Qué sueñas mientras llega la mañana en que tu sombra bienechora no detenga los rayos de la aurora o del candente sol del mediodía.
Qué debiera decirte al despedirme si mi tiempo mortal es como el tuyo. Qué puedo hacer por ti, si tu vida y la mía van ligadas y tu final se acerca lo mismo que mi adiós definitivo.
Gracias noble caobo, bello árbol frondoso de la infancia. No sé decirte adiós, me siento traicionera porque yo no te dado mas que la indiferencia de los años, en cambio tú me diste ese tiempo de gracia que pasé entre tus ramas, que era casi como subirse al cielo y ver el mundo abajo y sentir a las aves mis hermanas y a las nubes cambiando su tamaño y su forma, simulando los sueños de los hombres que nacen y se acaban al instante para formarse nuevamente otros y otros y así, hasta el infinito. FIN
1 comentario:
zandunguita mía, tu texto me trae a mí los mismos recuerdos, con distintos personajes,
la diferencia: los niños ahora son los hijos. La casa es ahora de dos pisos y los que observan son los abuelos. Interminables vueltas alrededor de él, con el balón de futbol en los pies, subidos en una de sus ramas altas alguna vez, otras, con un columpio improvisado...
gracias por tu texto zandunguita.
te amo
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