
Así surgieron –afirman los que saben- los sones istmeños que hasta el día de hoy entonamos y bailamos los zapotecos del Istmo de Tehuantepec.

Te compraré un tanguyú[3] para que nunca me olvides
el que más te guste a ti hijo de mi corazón.
Y si el amor asoma su rostro apasionado y nos enamoramos del andar, de la mirada, del pensamiento y el sentimiento de una o de un zapoteco, pues entonamos la trova zapoteca: Nunca dudes de mi amor, bonita, si sabes que tienes en tus manos mi corazón…
o el bolero, la balada, hasta los ardorosos versos de nuestra costa oaxaqueña: Si quieres ir al cielo sueña conmigo porque al cielo se llega con las cositas que yo te digo.
Porque a los istmeños nos gusta la música, toda clase de música, para cantarla, para llorarla, para tocarla con cualquier instrumento musical, así sean simplemente nuestras manos golpeando la mesa. Para bailarla en las prodigiosas “Velas” hasta que la luna guarde su rostro femenino y el sol haga brillar los trajes y las joyas destellen con el cálido acompañante mañanero que nos guiará directo hasta la fresca hamaca que habrá de acunarnos rítmicamente, como ese son matutino llamado “Lucero de la mañana”.
Sí, como un son, porque, principalmente, disfrutamos de los sones, esa rítmica música cuyas armonías mezclan el tiempo valseado y los giros frigios, logrando una cadencia característica, única en el mundo. Con versos que oscilan entre la nostalgia y el festejo, que se cantan por igual en la lengua del conquistador que en la precortesiana lengua diixhazá[4] son interpretados lo mismo por la tradicional marimba de corazón de árbol, por las ancestrales bandas de pito y tambor llamadas “pitu nisia’ba[5]”, por una banda de alientos, por tríos de guitarras, requinto y voces, por conjuntos modernos, grupos tropicaleros, trovadores que rescatan el sentimiento popular o por los enamorados que, con el sólo instrumento de su voz, cantan al pie de una ventana al amor de sus amores.
Y es que los istmeños cantamos en las bodas, en los funerales, en la celebración solemne o el momento alegre, bullanguero; lo mismo en el tradicional desfile religioso que en la celebración política; en las famosas, internacionalmente conocidas velas istmeñas, que en el momento íntimo de la tertulia familiar; en público, en privado, en lo espiritual, en lo profano y lo mismo en la vida que en la muerte, el zapoteca canta, porque el amor, el júbilo y la muerte, son parte inseparable de la vida.
Dicen los estudiosos del tema de la felicidad humana que la capacidad para ser felices tiene que ver con el clima, la cultura, la geografía y, aquí es donde ellos se han encontrado con resultados que los sorprenden, parece ser que también con los genes. Según las estadísticas los mexicanos ocupamos el segundo lugar en el mundo como los más felices del planeta y, estoy segura que este galardón se lo debemos, entre otros grupos étnicos, a los zapotecas del Istmo de Tehuantepec.
Los istmeños somos gente que no se anda con tapujos a la hora de expresar los sentimientos. Si reímos, lo hacemos a carcajadas; si bailamos, lo hacemos hasta el amanecer; si cantamos lo hacemos solos, en grupos, con los amigos, con la familia, con los amores, bien afinaditos o destrozando lastimeramente cada nota. Parece que quisiéramos comernos el mundo en una sola noche –o día- y de un solo bocado. Por eso nuestros trajes de gala son tan extremadamente llamativos. No hay otro igual en el país en brillo, colorido, esplendor. Los colores del trópico se multiplican alrededor nuestro en cada mirada. En la vestimenta de las mujeres, en las paredes de las casas, en la urdimbre de los hilos de nuestras hamacas. Todo denota las ganas de vivir, de gozar, de celebrar, de disfrutar con los nuestros y con los ajenos, con los vecinos, con la familia, con las amistades de siempre y con las nuevas.
Cualquier suceso es pretexto para la fiesta, para la gran pachanga dominguera con invitación abierta a compadres, familiares y amistades, con “lavada de olla”, esa famosa fiesta después de la fiesta donde se termina de echar la casa por la ventana; o para la reunión “pequeña” que no pasa de treinta invitados. El aniversario de bodas de los padres, los cumpleaños familiares, del papá, de la mamá, la boda del hijo o de la hija, la llegada a la meta final del hijo que estudió una carrera. Porque es navidad, porque termina el año, porque son vacaciones de verano, o porque ya tiene tiempo que no hacemos una fiesta. Y claro, en todos estos momentos, la música es la omnipresente.
Hasta en la muerte, las bandas de música tocan los melancólicos sones por las calles que acompañan los cortejos fúnebres rumbo a la última morada, ésa a la que todos iremos pero a la cual nadie tiene prisa por llegar. Desde el velorio mismo, la música acompaña a los dolientes y es un bálsamo que, si bien no cura del todo la herida que produce la pérdida de un ser querido, por lo menos la reviste de un color más agradable al recordarnos cuánto amaba los sones el que se fue y cuán alegre era cuando los bailaba. Y, por supuesto, en la fiesta de todos santos, en noviembre cuando los mexicanos festejamos la muerte y visitamos a nuestros muertos en los panteones, el istmeño, el zapoteco, al igual que otros pueblos, hace la visita acompañado de música: bandas, tríos, mariachis, trovadores o los familiares mismos que, en un afán de complacer a los que se nos adelantaron en el último viaje, cantan las favoritas de los difuntos, aquellas que nos los recuerdan y, por lo tanto, nos los acercan en este día especial.
Así es amigos, la música está presente en todo momento de nuestras vidas zapotecas. Desde los labios maternos que nos arrullaron dulcemente en el aire aún límpido del Istmo de Tehuantepec, hasta el recorrido rumbo al panteón con la banda o los mariachis tocando nuestras piezas favoritas, los zapotecos reímos y lloramos celebrando la vida y su extensión, la muerte◘ [1] Los antepasados zapotecas. Los hombres antiguos. [2] Gente zapoteca del Istmo
[3] Muñeco/juguete de barro
[4] Zapoteco, lengua zapoteca,
[5] Flauta de carrizo
2 comentarios:
AAAAAAAAAyyyyyyyyyy que lindo!!!!!!!!!!!!
Lo voy a presumir con medio mundo, jajajaja, luego que por qué nos dicen presumidas a las istmeñas,
¡pero tenemos mucho para sentirnos orgullosas!
Besos (gussi)
Muchos saludos. Verás, me sentí muy contento al leer tu post porque se ve que los istmeños también tenemos voz y que nuestra cultura no se muere. Toda la familia de mi padre es de Magdanela Tequisistlán, y pues me la pasó allá cada que puedo con mi tíos y demás. Justo regresé hoy de por allá. Si algo recuerdo de mi abuela, era su porte de Tehuana inmutable.
En fin, suerte
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