miércoles, noviembre 22, 2006

"De noche"

La imagen -ya lo saben- es "Noche estrellada" de Vincent Van Gogh, el poemilla es mío...

La noche se desnuda
indefinible y pálida,
voluntariosa y fuerte.
Nos muestra su espejismo
de sirena,
nos satura de sueños,
de desvelos.

Nos toma de la mano,
nos seduce
y canta una canción
desconocida.
Sus nostálgicas
gotas cristalinas
se escurren como
un sueño adolescente.

Sin prisa,
con perfumes
sutiles nos requiebra
la voz y la memoria,
debilita tus manos
y mi aliento…

Superamos su hechizo
a cuentagotas
a recuerdos, a dudas,
a traiciones,
-la sombra de los robles
se agiganta-.

Soltamos los grilletes
que atenazan
nuestros amortajados
corazones
y el filo de la noche
nos despide
agraviada de luz
del horizonte.

lunes, noviembre 13, 2006

Los sones del Istmo se bailan, se cantan, acunan el alma...

Todos los istmeños llevamos la música por dentro.

Cuentan que en tiempos de los antiguos binigula’sa[1] los hombres y mujeres binizá[2] no conocían la palabra, las palabras, pero les era dado dominar el lenguaje de las aves. Por eso, dicen, cuando los dioses fueron depositando los nombres de las cosas uno a uno en los oídos de los hombres, lo hicieron en lengua zapoteca, una lengua que no se habla, se canta con un sonido dulce y nostálgico que es remembranza de aquellos tiempos idos.
Así surgieron –afirman los que saben- los sones istmeños que hasta el día de hoy entonamos y bailamos los zapotecos del Istmo de Tehuantepec.
Y como las aves cantan desde el día que ven la luz del sol por vez primera hasta que se despiden de este mundo para siempre, los istmeños también usamos, entre muchas potras cosas, la música, el canto, como forma de expresarnos, de comunicar los sentimientos, cualesquiera que estos sean. Y cantamos rítmicos sones mientras mecemos al recién nacido en las hamacas, esas camas flotantes de múltiples colores tropicales.


Te compraré un tanguyú[3] para que nunca me olvides

el que más te guste a ti hijo de mi corazón.

Y si el amor asoma su rostro apasionado y nos enamoramos del andar, de la mirada, del pensamiento y el sentimiento de una o de un zapoteco, pues entonamos la trova zapoteca: Nunca dudes de mi amor, bonita, si sabes que tienes en tus manos mi corazón…
o el bolero, la balada, hasta los ardorosos versos de nuestra costa oaxaqueña: Si quieres ir al cielo sueña conmigo porque al cielo se llega con las cositas que yo te digo.

Porque a los istmeños nos gusta la música, toda clase de música, para cantarla, para llorarla, para tocarla con cualquier instrumento musical, así sean simplemente nuestras manos golpeando la mesa. Para bailarla en las prodigiosas “Velas” hasta que la luna guarde su rostro femenino y el sol haga brillar los trajes y las joyas destellen con el cálido acompañante mañanero que nos guiará directo hasta la fresca hamaca que habrá de acunarnos rítmicamente, como ese son matutino llamado “Lucero de la mañana”.

Sí, como un son, porque, principalmente, disfrutamos de los sones, esa rítmica música cuyas armonías mezclan el tiempo valseado y los giros frigios, logrando una cadencia característica, única en el mundo. Con versos que oscilan entre la nostalgia y el festejo, que se cantan por igual en la lengua del conquistador que en la precortesiana lengua diixhazá[4] son interpretados lo mismo por la tradicional marimba de corazón de árbol, por las ancestrales bandas de pito y tambor llamadas “pitu nisia’ba[5]”, por una banda de alientos, por tríos de guitarras, requinto y voces, por conjuntos modernos, grupos tropicaleros, trovadores que rescatan el sentimiento popular o por los enamorados que, con el sólo instrumento de su voz, cantan al pie de una ventana al amor de sus amores.

Y es que los istmeños cantamos en las bodas, en los funerales, en la celebración solemne o el momento alegre, bullanguero; lo mismo en el tradicional desfile religioso que en la celebración política; en las famosas, internacionalmente conocidas velas istmeñas, que en el momento íntimo de la tertulia familiar; en público, en privado, en lo espiritual, en lo profano y lo mismo en la vida que en la muerte, el zapoteca canta, porque el amor, el júbilo y la muerte, son parte inseparable de la vida.

Dicen los estudiosos del tema de la felicidad humana que la capacidad para ser felices tiene que ver con el clima, la cultura, la geografía y, aquí es donde ellos se han encontrado con resultados que los sorprenden, parece ser que también con los genes. Según las estadísticas los mexicanos ocupamos el segundo lugar en el mundo como los más felices del planeta y, estoy segura que este galardón se lo debemos, entre otros grupos étnicos, a los zapotecas del Istmo de Tehuantepec.

Los istmeños somos gente que no se anda con tapujos a la hora de expresar los sentimientos. Si reímos, lo hacemos a carcajadas; si bailamos, lo hacemos hasta el amanecer; si cantamos lo hacemos solos, en grupos, con los amigos, con la familia, con los amores, bien afinaditos o destrozando lastimeramente cada nota. Parece que quisiéramos comernos el mundo en una sola noche –o día- y de un solo bocado. Por eso nuestros trajes de gala son tan extremadamente llamativos. No hay otro igual en el país en brillo, colorido, esplendor. Los colores del trópico se multiplican alrededor nuestro en cada mirada. En la vestimenta de las mujeres, en las paredes de las casas, en la urdimbre de los hilos de nuestras hamacas. Todo denota las ganas de vivir, de gozar, de celebrar, de disfrutar con los nuestros y con los ajenos, con los vecinos, con la familia, con las amistades de siempre y con las nuevas.

Cualquier suceso es pretexto para la fiesta, para la gran pachanga dominguera con invitación abierta a compadres, familiares y amistades, con “lavada de olla”, esa famosa fiesta después de la fiesta donde se termina de echar la casa por la ventana; o para la reunión “pequeña” que no pasa de treinta invitados. El aniversario de bodas de los padres, los cumpleaños familiares, del papá, de la mamá, la boda del hijo o de la hija, la llegada a la meta final del hijo que estudió una carrera. Porque es navidad, porque termina el año, porque son vacaciones de verano, o porque ya tiene tiempo que no hacemos una fiesta. Y claro, en todos estos momentos, la música es la omnipresente.

Hasta en la muerte, las bandas de música tocan los melancólicos sones por las calles que acompañan los cortejos fúnebres rumbo a la última morada, ésa a la que todos iremos pero a la cual nadie tiene prisa por llegar. Desde el velorio mismo, la música acompaña a los dolientes y es un bálsamo que, si bien no cura del todo la herida que produce la pérdida de un ser querido, por lo menos la reviste de un color más agradable al recordarnos cuánto amaba los sones el que se fue y cuán alegre era cuando los bailaba. Y, por supuesto, en la fiesta de todos santos, en noviembre cuando los mexicanos festejamos la muerte y visitamos a nuestros muertos en los panteones, el istmeño, el zapoteco, al igual que otros pueblos, hace la visita acompañado de música: bandas, tríos, mariachis, trovadores o los familiares mismos que, en un afán de complacer a los que se nos adelantaron en el último viaje, cantan las favoritas de los difuntos, aquellas que nos los recuerdan y, por lo tanto, nos los acercan en este día especial.

Así es amigos, la música está presente en todo momento de nuestras vidas zapotecas. Desde los labios maternos que nos arrullaron dulcemente en el aire aún límpido del Istmo de Tehuantepec, hasta el recorrido rumbo al panteón con la banda o los mariachis tocando nuestras piezas favoritas, los zapotecos reímos y lloramos celebrando la vida y su extensión, la muerte◘ [1] Los antepasados zapotecas. Los hombres antiguos. [2] Gente zapoteca del Istmo
[3] Muñeco/juguete de barro
[4] Zapoteco, lengua zapoteca,
[5] Flauta de carrizo

domingo, noviembre 12, 2006

Los istmeños nos comemos los "platos"


EL TOTOPO, UN "PLATO" QUE SE COME.


Importancia del maíz en nuestra historia.
Desde los antiguos códices hasta las crónicas escritas por frailes y escribanos, nuestra historia, entre guerras, religiones, mercados y conquistas, se funde en una masa homogénea que tiene que ver con la comida. Y la comida, tanto de los antiguos mexicanos, como de los conquistadores españoles que muy pronto se aficionaron a lo nuestro, tiene como ingrediente básico al maíz. De tal forma que la historia de México está estrechamente ligada a la domesticación del maíz.

El maíz llegó a tener tal importancia que se convirtió en objeto de culto religioso y, como tal, se realizaban con él ceremonias y ritos para reverenciarlo y cuidarlo como a un niño desprotegido, pero también como a un Dios dador de vida. Era tratado con gran ternura y delicadeza, se le calentaba con el aliento antes de ponerlo a la lumbre para que no sufriera con el cambio de temperatura y, por ningún motivo se desperdiciaba. Si algún grano era recogido del suelo, se le rezaba una oración y se le pedían disculpas para evitar que semejante desperdicio ocasionara la furia de los dioses y provocaran sequías y hambrunas. El maíz, para nuestros antepasados, no era una planta cualquiera, era un objeto divino.

Al consumarse la conquista y, a pesar de la llegada del trigo a nuestras tierras con el consabido pan dulce, los bolillos y teleras, el maíz siguió formando parte de la comida diaria del mexicano en su forma tradicional de tortilla.

LOS ZAPOTECOS DEL ISTMO Y EL TOTOPO.
En el Istmo de Tehuantepec, los pueblos zapotecas no permanecen al margen de esta dieta, en su creatividad singular el maíz se ha transformado de las conocidas tortillas al totopo. Más grande o más pequeño que aquellas según el gusto y el destino, se cuece no en el comal común, sino en las paredes del comixcal, olla de barro enterrada y calentada con leña, cuyo ardiente interior da vida al popular totopo. En cualquier mercado istmeño que se respete, usted escuchará la almibarada voz de las paisanas invitándolo a comprar: -¡Totopo, güero!

Es costumbre de todas las familias del Istmo, tener siempre totopos como una reserva permanente a la cual se acude, no sólo a la acostumbrada hora de comer, también en los imprevistos momentos de una visita. Para la cotidianeidad o para los momentos especiales de la fiesta. Como comida normal o para botanear en las calurosas tardes tropicales.

El totopo se prepara con maíz natural o adicionado con frijoles, con suero, con panela y coco. De maíz normal o de maíz “nuevo”, tierno, delicioso.
Esta “tortilla dura”, ha de tener un soplo divino en su interior pues dicen que se preserva por siempre y que, hasta ahora, nadie ha visto nunca un totopo descompuesto.

Es sabido que las mujeres lo adoran porque, como sirve de plato, al terminar de comer cada quien se come el suyo y nadie tiene que lavar los trastes.

Dicen también que los auténticos totopos se reconocen por el número exacto de sus hoyitos y que los totopos originales, provenientes de San Pedro Comitancillo, Oax. tienen 27 agujeros cada uno.

Siempre listo y delicioso para comer los camarones, el estofado, el mole; con papa horneada o frijolitos, con nopales, huevos,queso, la deliciosa "cuajada"; con el molito de garbanzo, la sopa aguada o el consomé de pollo. Para remojarlo en el café o el champurrado. Para entretener al joven, al nene o al anciano, seco o remojado, un totopo va bien siempre.

Y para usted paisano, con lo que guste, porque el totopo es para todos.